noviembre 08, 2012

Pour Toujours


Paul Delvaux


Todos los días había sido igual: amanecía, los mayores trabajaban, escuchaban música en la plaza, cantaban y bailaban un poco, hablaban del tiempo húmedo y nuboso, los más viejos cabeceaban, los jóvenes leían los libros que habían leído sus padres, los niños iban a la escuela por la mañana y luego jugaban escondidas o hacían edificios de arena en la costa. Los caballos corrían por el empedrado sin dueño y el cielo se cerraba pronto. Después las luciérnagas salían y la hierba quedaba rechinando de cosas y animales chiquitos la noche.
Natalia veía de su ventana que llovía demasiado y hacía un frío lleno de relámpagos. Sabía que el día que estaba por empezar sería igual al que recién terminaba. Y el día siguiente después de terminado sería también igual al anterior. Y el que siguiera al siguiente sería como los demás. Y así para siempre. Y Natalia no entendía por qué ningún niño se aburría como ella, o por qué nadie hacía nunca preguntas a los adultos sobre lo bien que se conocían entre todos y lo poco que había por platicar, o por qué nadie cuestionaba la situación en la que ningún adulto podía engañarla, que en las fotos viejas los niños eran justamente los adultos que quedaban en el pueblo, ni uno más.
¿Y no existe más gente? —suplicaba Natalia. Claro que no, hija. Pero qué cosas dices, cómo va a existir más gente. Nosotros somos todos. No hay más.
Al día siguiente saltaban la cuerda en el patio de la escuela y se mojaban sin muchas ganas en los charcos hondos y llegaban cubiertos de lodo a la casa. Se bañaban y comían pan dulce. Después a la plaza y lo mismo otra vez, unas historias que ya la habían cansado, hasta ella podía contarlas como suyas. Y luego el muy limitado intercambio de libros deshojados. Natalia los había numerado, circulaban por mucho decir unos treinta libros. Y los pasaban de mano en mano, todos buscando leer cosas nuevas. Pero ya los tenían memorizados. ¿Cómo no estar tristes? Tarde o temprano todo se repetía. Ya todo estaba leído, todo escuchado, todo aprendido.
Cansada de la plaza y las historias Natalia se fue ese día a caminar por el pasto, fuera del pueblo. Se le mojaron los calcetines y empezó a estornudar mucho. Llegó hasta el borde de las calles, donde la arena recibía esas olas que necesariamente venían de algún lado, pero cuyo origen se escondía en un velo algodonoso que empezaba como a un kilómetro mar adentro.
Al sol y a la luna se los tragaba ese mismo velo. No había horizonte conocido para ninguno de los habitantes, solo un borde confuso en el que todo desaparecía. Entonces empezó a oscurecer y los grillos sonaron bajo la lluvia suavecita. Natalia puso los ojos en el velo porque sintió que algo había brillado de pronto.
Se fijó bien y entonces notó unas luces redondas que parpadeaban en la superficie del velo. No eran luciérnagas, eran más como algo eléctrico. Y eran muy claras y Natalia se emocionó muchísimo. Corrió a su casa y platicó lo sucedido.  “Papá, acabo de ver unas luces” ―gritó agitada. “Qué bien hija, ¿dónde las viste?”  “Afuera…” “¿Afuera de dónde…?” “Pues…, afuera del mar.” El papá guardó un silencio tenso, después compuso el rostro y pudo decir “Hija, eso no existe. No hay nada afuera del mar”.
Se le fue la sangre a los pies. Ahora que por fin había algo nuevo en el lugar y su papá no le creía. En la escuela no contó nada a nadie y en general estuvo muy triste.  Varios días siguió escapando a la costa y se quedaba ahí hasta que el muro nebuloso se llenaba de luces. Natalia empezó a sospechar un cierto patrón en las secuencias. Sintió que había una intención en ellas, que significaban algo. Las luces estaban ahí, de eso no tenía duda. Y lo que era mejor, venían de afuera, del otro lado del velo. O sea que a lo mejor había más pueblos, quizá hasta más personas haciendo cosas diferentes y leyendo libros distintos.
Esa idea le quitó el sueño varias semanas. En una ocasión, después de la escuela, sintió que la seguían. Se volvió y supo que era Roberto, el habitante más viejo. Insistió en acompañarla y quedaron sentados de cara al mar. Cuando atardecía y las luces aparecieron, Natalia dijo emocionada “¿Tú también las ves?” Roberto asintió en silencio, pero después ya no dijo nada. “¿Y por qué nunca me hablaste de ellas?” ―insistió la niña― “¿que no sientes que habría que ir a donde están, o ver quién las manda?”
Largo tiempo quedó Roberto en silencio y sólo se escuchaban las olas. Después habló lento y grave. “No sabemos si piden ayuda o si advierten de algo terrible”. Entonces se incorporó y la dejó sola. Ese día Natalia durmió empapada en sudor y sintió que sus propios deseos le estrujaban el estómago. Salió entrada la noche en su bicicleta y en pijama pedaleó hasta la playa. No llevaba nada consigo más que una mochila y una linterna. Caminó por el borde rocoso que insinuaba una bahía y al llegar al extremo, casi tocando el espeso velo de niebla, sacó la linterna y se puso a hacer señales intermitentes hacia el otro lado, apuntando a la bruma con la luz. Estaba llena de esperanza.

noviembre 06, 2012

El tosedor

Séquito de tosedores en palco

Numerosas culturas han coincidido, a lo largo de los siglos, en referir con este nombre al noble y virtuoso oficio de toser: enarmónica, fricativa, nocturna, flemática, expectorante, contrapuntística, oclusivamente toser.
En todo rigor entrarán con deferencia a la acepción, por encomiable signo de pensamiento humanista, además, aquellos que, llegados al culmen de sus aptitudes metasensoriales, transinterpretativas e intercognitivas, se especializasen en toser en los recintos así dispuestos para la ejecución musical. No bastarán prosaicas risas tenues de tosferina para asentarse profesional consumado, garboso ejemplar de señorial linaje. No entrará a consideración, tampoco, el desaliñado desempeño del tuberculoso común (por suponérsele más bien aficionado y de poca pulitura), y quedarán naturalmente fuera la pertinaz imitación (risible en cualquier otro contexto) del minero de pardos socavones, coqueluches y convulsión histriónica.
Para el oficio que hoy explicamos son necesarios un refinamiento de oído nato, gran sensibilidad, privilegiada la mente y la voluntad, recio el semblante, penetrante la mirada. Visiblemente, también ―si no lo más importante―, dinero para tirarlo por ahí.
El tosedor en ciernes asistirá con prolija asiduidad a tantos conciertos como lo permita su incipiente manejo de la técnica y toserá con prudente dulzura al principio, si bien ya con la incisiva y transparente claridad que caracteriza a los de su estirpe. Lo hará en el pasaje que considere oportuno para la propagación de su don: que el tosido sea cual flecha, rasgue el aire y se cierna ineluctable sobre los oídos de todos en la sala como un presagio hermoso y terrible pero, de preferencia, habrá de hacerlo cuando el ámbito se perciba calmo y falsamente ―claro― inquebrantable.
Por tosedor consumado entendemos a aquel virtuoso que, conociendo a detalle la partitura interpretada, consigue la temeraria hazaña de toser en todas las pausas y calderones de la misma con precisión rítmica perfecta. No se conforma con hacerlo en los cambios de movimiento, como haría un principiante. Va más allá e incorpora su voz a la pieza, como si su línea estuviese dispuesta en ella desde siempre. Diríase, la redondea, la completa. Su ideal no es el mimetismo, sino alzarse por encima de los instrumentos, opacarlos por completo, de ser posible. Volver de la música una pálida sombra, mero reflejo de la falta de valores en un mundo contemporáneo que avanza irremediablemente hacia el vacío largamente preparado por sus simpatizantes.
Existe una vertiente de diletantes hiperacúsicos empeñados en cubrir, mediante heroica gira, los mejores teatros del mundo. Podemos reconocerlos por su trayectoria y la frecuencia de su tañer en las más destacadas salas. De uno en uno van cubriendo ―descartando― los palcos en sus listas de los más conspicuos cenáculos musicales. Difícilmente equivaldrá he tosido en el María Grever al orgullo sonoro y pesado que carga soltar: con diez mil diablos que he tosido en el Ópera de Munich, joder.
Algunos hablan, cabe la mención, de competencias secretas entre algunos de los más distinguidos tosedores eslavos. A saber, entre Dima Kuznetsov y Aksenti Lazarová, un duelo tenso y desesperado por marcar con su tosido el mayor número posible de salas internacionales. Contrario a lo que podría pensarse, el oficio despunta apenas su apogeo, estamos ante una etapa de prominencia teórica. Abundan los tratados y agudos ensayos sobre el buen toser en toda librería que se precie de serlo y podemos, con casi total seguridad, encontrarlos en el teatro de nuestra preferencia, engalanando la velada.
El autor de este artículo se precia de conservar, entre sus tesoros personales, el autógrafo de Jean-Michel Crotteaux, uno de los primeros tosedores registrados documentalmente. Esquiva pero erudita referencia, es cierto, en el octavo tomo de la Historia Universal de Jacques Pirenne.

noviembre 05, 2012

Otros Lados


Otro Lado. Rodolfo H.


Crimen imperdonable no haberlos invitado antes al blog de mi amigo Adrián (Amadís de Gaula), acaso el más preclaro caballero andante a la redonda.
Cada que paso por su sitio me sorprende la habilidad macabra que tiene para atar pares de temas aparentemente irrelevantes entre sí. La dinámica en múltiples vistas parece ser esa: una suerte de alianza entre algún tema con relativa raíz académica, y su aterrizaje definitivo y gratificante en lo cotidiano. Cualquier cosa que siga diciendo aquí sería poca cosa. Mejor un fragmento:

Fue una actualización en Facebook [sí, yo pierdo mucho el tiempo allí] la que me involucró en una curiosa conversación que debió ser interrumpida por una necesidad casi patológica de darme un baño, que a su vez fue interrumpida por verme arrastrado a una velada a la que realmente no quería ir, lo que esta vez me dejó pensando seriamente en la nada sutil diferencia entre Ética (con mayúscula, como ha de ser) y moral, pero que por un descuido de las palabras y sus significados fundamentales  hemos llegado a tomar una por otra, lo que me parece aberrante.

Otro rincón singular y atípico de entre los bloggeros leoneses donde puede admitirse el esbozo de un oasis fecundo y real. Me enorgullece, como siempre, intrincar la red. Una red que quiero personal y nominada. No sus pinches anonimeces.

octubre 19, 2012

De la escritura oral

¿Escribiré como hablo? Seguro que sí.
Cuánto me gustaría decir lo contrario, decir que porque tengo todo el tiempo del mundo para trabajar mis enunciados, por contar con el recogimiento y el silencio para librar los errores de la oralidad, lo natural sería escribir mejor de lo que hablo.
A la vez concedo que no puede ser justamente así. Lo sé porque he visto el habla puesta en papel y es la cosa más extraña; cuando cursé las materias de investigación fenomenológica transcribíamos las entrevistas realizadas con nuestros informantes.
En medio de esta desesperante labor fue que me topé en crudo con la imprecisión de la lengua, con sus vicios, con los callejones sin salida de la palabra hablada. Era la pluridimensionalidad que tanto le adjudicaba Jesús Ibáñez al discurso en su Más allá de la sociología, y de la que creo haber dicho algo anteriormente.
El habla ocurre. Puede serlo todo porque se despliega en vivo y de forma simpodial.
Hasta que se detiene uno habría fallado una y otra vez en dictaminar el rumbo que tomaría o no el discurso en cada nodo, en cada pausa o inflexión.
Pongo aquí un ejemplo textual de mis transcripciones.

RH:        Desde... pues sus datos.  De dónde es... de...
MV:       Bueno, yo soy de Guanajuato.  Soy de Guanajuato, Guanajuato.  Este, pero pues toda mi vida he estado aquí en, en León, he vivido en León.  Trabajos anteriores he tenido ―bueno―, yo estoy desde del, del setenta y ocho trabajando para el municipio.  Trabajé en dependencias anteriores, como taller municipal, obras públicas y aquí.  Entonces, eh, pues ya, ya son treinta y tres años para municipio.  Alguna otra cosa, no sé tú...
RH:        Pues, pues así, es como platicar la, la trayectoria de, de lo que recuerda hasta antes de llegar a bomberos...

Lo textual adquiere una sola dimensión ―la del papel. Fotográfica, fijada y lista para no ser otra cosa que lo que ya es. Una cosa quieta. Sólo en su lectura (otra actividad viva, interpretativa) germinaría nuevos discursos acaso homólogamente plurales. Pero por lo pronto las letras están muertas, sólo tocan su fin siendo leídas.
Ya me estoy yendo por las ramas (escritura oral). Quería decir otra cosa. La escritura es una actividad de frecuencia muy irregular en mi vida. Llevo haciéndolo con cierta preocupación lo últimos cuatro o cinco años. Digo que con preocupación e infrecuencia no porque así lo quiera, sino porque me resulta increíblemente difícil lograrlo de modo más o menos satisfactorio. Es difícil querer escribir lo que a mí me gustaría leer, empalmar mi posibilidad de escritura con esa imagen, siempre superior, de lectura.
Como sea, puedo ver cómo han cambiado mis palabras, mi modo de usarlas, la forma que he encontrado de escribirme a mí en ellas. Empecé claro, por la imitación descarada de los autores que me agradaban. He pasado luego a la percepción, esperanzada, de un muy incipiente surgimiento de voz propia, una voz ya medianamente posible.
De lo que me he dado cuenta es que prefiero platicar con letras. He ido olvidando la pretensión literaria porque en su búsqueda me he topado siempre con textos acartonados, llenos de pasajes barrocos e inconducentes. Dejé de buscarme en la suntuosidad de un léxico trabajado para mejor decir lo que quiero con las primeras palabras que se me ocurran, las palabras con las que probablemente se lo platicaría a cualquiera.
Debe ser una etapa, como todo en la vida. Si algo tengo claro es que la escritura no engaña. La edad se nos nota facilísimo en las letras. No soy adivino, pero puedo formarme una imagen bastante acertada de la gente por sus textos, por lo menos en cuanto a su edad, su carácter e inclinaciones.
Y lo cierto es que en muchas de sus caras a mi escritura no se le puede maquillar la juventud, la imprudencia, la volubilidad. No sé si es buen signo darme cuenta de esto: la certeza de que si pudiera leerme desde fuera sabría que Rodolfo es más joven de lo que quiere aparentar, o si es un indicio terrible, indicio de que ni yo me aguanto, que mi insensatez es casi ofensiva de tan evidente.
Ni yo me puedo tomar en serio. Ni yo puedo escribir lo que quisiera con la solidez que merece. Esto es una lucha continua y desgastante: conmigo, con lo que sé, con lo que quiero demostrar que sé, con lo que no quiero ser, con los modelos que identifico y en los que no quiero caer. Es difícil. No me quejo.
Por ejemplo, esto está saliendo de una sentada, como suelen empezar las cosas que más o menos han prefigurado objetos valiosos en mi discurso. Y por decir algo, si justo ahora me releyera, sé que podría escucharme, lo que siempre es preferible a la afonía de lo demasiado minucioso. Pero mañana tal vez me relea (me reconstruya) y encontraré fallas, muchas, todas las fallas posibles, todo lo erróneo hacinado en un solo texto de Rodolfo. ¿cómo le hizo para equivocarse tanto en tan poco espacio?
Este es el verdadero debate: entre mentirme y entrar en el papel de quien escribe y sabe lo que hace, actuármelo, actuarme la madurez necesaria, el temple, el criterio. O bien la sinceridad, lo descarnado de aceptar que no es cierto, que no estoy listo. Escribir como si bocetara los objetos que escucho reverberándome en la tráquea, definir sus volúmenes implacable. Avergonzarme de ellos, reconocer que me avergüenzan. Aceptar que salieron de mí y los detesto. Perpetuo estira y afloja, sólo que de los dos lados de la cuerda estoy yo.
Tal vez un día estaré contento con lo que escriba. Ciertamente no hoy. Pero sé que si un día empieza a gustarme lo que escribo, se habrá acabado la lucha, el esfuerzo. Habré perdido. Hoy me encontraría en mi forma óptima, lo cuál es ridículo, impensable creer que esté escribiendo desde ahora lo más claro que podré hacerlo en mi vida. Estaría todo terminado. ¿Qué restaría para alimentar el sueño y el deseo habiendo alcanzando un tope tan prematuro?
Quizá sea bueno y necesario que deplore mi voz, que la frontera de lo que es válido y valioso avance para mi juicio junto con mis días y lo visto y aprendido en ellos. Tal vez, también, un día crea que todo esto tenía un sentido, que yo tenía que pensar en estas cosas. Tal vez descubra que era preferible esta boruca, esta renuncia a jugar el papel del que ya sabe lo que dice tan temprano que callarme. Lo que sea antes que el silencio.

octubre 16, 2012

Analogías

Se vuelve demasiado evidente el poco mérito de lo digital cuando se le acepta como una tecnología pensada para sortear las incompetencias del usuario, una tecnología a la que, dicho sea de paso, muy poco le falta para que haga las cosas por uno.
En los formatos de fotografía análoga ―y que esto no quede en el puro romanticismo o en el deliberado rumbo retrógrado de algunos grupitos de por ahí―, podías medirte al tú por tú con la máquina. Podías ver de qué madera estabas hecho. Entre otras razones porque no quedaba sino hacer las cosas bien ―para que el rollo no se te velara o saliera subexpuesto― o hacerlas muy mal y comprobar que eso de la foto nomás no era lo tuyo; en los soportes fotoquímicos la cosa no rinde para jueguitos. Si no cargas con la experiencia o la instrucción básica haces un desastre de aquellos. Del gasto ni hablar.
Y me acuerdo también de mi amigo Albrecht Pächt, que estaba necio con comprar una cámara súper 8 en un bazar cuando en nuestra vida habíamos hecho otra cosa que no fuera llenar casetes DV con el exiguo suministro teórico que suponía apretarle “Rec” a un aparatejo cualquiera. Bueno, eso no es lo importante. Lo que me lleva a escribir esto es una foto que intenté tomarle a mi gata hace unos días.
La encontré echada muy curiosa sobre un adoquín suelto que hay en la zotehuela. Estaba con los brazos cruzados y como con esa flema silenciosa de tono vagamente humorístico que hay en casi todo lo que hacen los gatos.
Pensé: esto es para una foto.
Tengo poco con mi gata, pero lo suficiente para entender que ninguna cautela es suficiente cuando se trata de salir del rango perceptivo de un sentido felino. Me fui de puntitas por la cámara.

Justo así (Quino, naturalmente)


Cuando volví ya empezaba a ser tarde. Se estaba levantando y precipité dos disparos chuecos y desenfocados. Visiblemente no sirvieron de nada más que para pensar luego en mi inutilidad (cortesía del mundo digital) y para escribir ahora esta entrada.

Mi gata a centésimas de segundo de entender mis intenciones

Mi gata, completamente indiferente a mis intenciones


Volviendo a algo que comentaba mi primo Rubén: hoy tienes la modalidad de disparo con ráfaga en casi todas las cámaras. Basta apretar el botón para hacer una serie de fotos consecutivas. Total: alguna tiene que servir de entre tantas. Pero qué van de tomar mil de un jalón para que sirvan dos, a la precisión intuitiva de algún reportero a la antigua, consiguiendo la foto que quiere con un solo click.
Con un rollo yo sí me la pensaba para tirar mi dinero a ráfagas, que se te vayan veinte negativos en dos clicks es para gente con dinero. O para gente con empleo, pensándolo mejor.
Estamos bien confiados con nuestros dispositivos.
Eso está muy bien en más de un sentido. Por ejemplo, me parece una oportunidad singular y afortunada todo el asunto del video con cámaras réflex por simple democratización del código cinematográfico. Como ya había apuntado David Lynch, todos deberíamos poder hacer cine, así como cualquiera que lo desee debería poder pintar o aprender un instrumento.
Lo malo de todo esto es que ahora damos por sentada la calidad del producto resultante. Ya casi nada está mediado por la plástica. Es muy fácil hacer cosas decentes porque la tecnología nos responde bien y sin muchos esfuerzos. Pero lo análogo ―como la vida, un hecho a la vez― obligaba a otra cosa que me parece muy bella: hacer las cosas lo mejor posible desde el principio.
Y ya se me está yendo esto hacia otro rumbo, pero pondré un último comentario pequeño: en el pasado, hasta para filmar una boda tenías que saber lo que hacías con la cámara, al menos en términos de apertura y velocidad de obturación; en cine lo mismo, preparar las cosas con tiempo era un paso natural hacia el ahorro: cuidar la luz, cuidar los movimientos, cuidar todo. Era eso o desperdiciar metros y metros de negativo.
Hoy fijas la cámara y grabas cualquier basura sin consecuencias para nadie.
En fin, a mí luego no se me quiere curar la nostalgia de tanta certeza sobre el pasado como un mejor tiempo. Hoy me ha resultado un sendero confiable hacia la calidad proceder como lo haría con las tecnologías análogas pero con lo que me queda en esta realidad mía, acaso ya irremediablemente digital.
Eso, claro, no me evita que siga tomando fotos borrosas una y otra vez.

octubre 15, 2012

Revelación

Publicado originalmente en Disonancia.

Asistí hace algunas horas al concierto de Europa Galante sin tener verdadera noción de quienes eran estos tipos o quién estaba a su cabeza. Fue mucho más tarde (cuando me entregaban el folletito del evento), que pude enterarme que a la cabeza estaba nada menos que el virtuoso del violín Fabio Biondi ―también fundador y director de la agrupación―, quien destacara ya hace algunos años y una vez más por su refrescante versión de Las Cuatro Estaciones, con las que bien pudimos o no conocerle antes de saber que vendría a México.
Eso no importa ahora ¿Quién es este tal Biondi? ―preguntarán con justificable razón. Pues yo tampoco lo entendía con claridad hasta que salió su nombre en el programa del Cervantino y lo busqué como quien no quiere la cosa. Es alguien que junto a muchos otros, impecables músicos, se ha ganado el merecido reconocimiento del público y la crítica en numerosas salas del mundo como uno de los más interesantes intérpretes del clásico y el barroco en la actualidad.

Fabio Biondi. Fotos, Arturo Lavín

Debo aclarar que el calificativo de interesante le viene bien por algo que podría considerarse insólito (¿criminal?) en los terrenos de la interpretación para música de este período: es un perseguidor del estilo y un desmemoriado en cuanto a los dogmas. Y si quieren darse una idea de lo que intento expresar, acudan a cualquier video de música barroca en YouTube y verán la clase de debates que pueden armarse en torno a cosas tan superficiales como el fluctuar de la afinación del La a lo largo de los siglos. Hay demasiados prejuicios escolásticos flotando aquí y allá acerca de cómo debe tocarse Bach, Vivaldi, Händel… que si queda muy cuadrado, que si suena mejor quitándole dinámicas, que sin matices y como de relojito… son siempre menos los que se animan a tocar la música como les viene en gana ―en materia estilística, al menos―, como la sienten, como les parece correcto y natural. Queda claro que Biondi y su Europa Galante se cuentan entre los de este segundo grupo. Y no es intransigencia, es sólo una actitud exploratoria, de respeto y admiración por la música, por la época y el modo en que fue escrita. No por nada las piezas de este programa fueron tocadas con sus instrumentos originales ―otra cosa de la que puede jactarse esta orquesta―. El violín que toca Fabio, por ejemplo, es un Andrea Guarneri de 1686.
Pero miren, quizá fue para bien tanta ignorancia de mi parte; de haber yo sospechado la talla de los músicos que vería, la fama y el renombre me habrían distraído muchísimo de la música, ocupando algo así como el 90% de mi cerebro y no dejando lugar pensable para la escucha y la memoria.
No afectó en nada. Pude, en cambio, extraviarme en otra clase de profundísimas reflexiones mientras esperaba sentado en mi modesta localidad de palco de luneta (gracias Disonancia/Fórum Cultural) a que pasaran las tres llamadas, viendo los ―no está de más aceptarlo― magníficos techos del Teatro Bicentenario, que habiendo yo asistido únicamente a los pisos más altos del recinto en mi precaria vida anterior como espeleólogo desempleado no había contemplado en su esplendor. Pero reitero, hoy no estaba en esos balcones, junto a mi verdadera gente (el gremio de mecanógrafos) oh no, hoy estaba tan abajo como llegaré a estar en toda mi vida, en los lugares reservados para la prensa, y sólo así y por vez primera en mi corta existencia fue que pude reparar en la bellísima altura del lugar y en el acabado de sus techos.
No sólo pude distraerme en eso. También quedé altamente desconcertado con esta notita que venía dispuesta apenas abierto el programa de mano:


Tuve tiempo para leer el programa un par de veces antes de que la cosa empezara en serio. Para entonces no tenía ya ninguna duda sobre la importancia de la gente que iba a ver sobre el escenario. El listado de festivales y salas de concierto en que se habían presentado era enorme. No pienso reproducirlo aquí porque la verdad qué más nos da. La idea viene siendo comunicarles algo distinto, y creo que eso consiste en remembrar y compartir  lo sensual, si es que tal empresa tiene fundamento.
Salieron pues estas catorce figuras oscuras cargando sus instrumentos (a excepción de los intérpretes de la tiorba, el violone y el cémbalo, razones de incompatibilidad fisiológica por demás comprensibles), y qué figuras. Siendo sincero, lo que más me llamó la atención a su entrada fueron las sonrisas, la frescura, la energía. Rasgos particularmente notables en el clavicembalista, Andrea Perugi; todo parecía resultarle extremadamente placentero. De esa gente que cae bien.

Aquí podemos verlo sentado al clave y bien feliz

El programa prometía un cuarteto de esenciales: Haydn, Vivaldi, Händel y Bach. Por supuesto no defraudaron con lo que cabe suponer de cada uno de estos compositores y atacaron con renovada fuerza cada una de las obras concertadas. Era un deguste absoluto verse implicado en este genuino espíritu de cámara, de gente que se entiende y que tiene una sola prioridad: la música. No el sobresalir, no el encimar la voz del instrumento propio a la de los demás. No: música de cámara. Perfecta o no es. Y qué privilegio ver de cerca sus caras, percibir su respiración, la comunicación de sus miradas, la gesticulación gigantesca y necesaria de Biondi en su papel de director.
También, claro, la observación inevitable de los detalles que le daban a la orquesta su genuino sabor a otra época: la tiorba ―hasta cierto punto un laúd, de sonido limpio y reminiscencia medieval―, el violone ―acaso un equivalente de nuestro contrabajo moderno pero con vestigios de las violas da gamba, un diapasón con trastes―, o la experiencia siempre impagable que es ver y escuchar un cémbalo en vivo. Y otros detalles menores pero llamativos: la curvatura convexa de los arcos (la modalidad Corelli-Tartini, según dicen los que saben) y el color de las partituras, bastante amarillas, como si fueran las originales.
Esto me lleva a elogiar otra línea que me ha parecido cabal dentro la labor de la Europa Galante: el rescate de compositores verdaderamente oscuros. Ya todos sabemos que existieron Bach, Vivaldi y Händel, y que en más de un sentido podría afirmarse que ellos son el barroco. Pero en el programa ofrecido anoche destacaban dos compositores que, me queda claro, no pueden estar más lejos del renombre. Uno era Antonio Brioschi, autor de una pequeña Sinfonía en Re mayor con la que dio inicio la presentación; el otro era Angelo Scaccia, espléndido y desconocido autor barroco, llamativo de inmediato por sus raras progresiones y su melancolía casi palpable.

...tres, cuatro...

Maldita sea la hora en que tuve que enterarme que había un compositor tan bello, tan extraño. Y digo maldita porque del autor ni sus luces en ningún lado, carajo, no lo conocen en su casa. Creo que al momento de escucharlo mi sensibilidad y mi disposición estaban ajustadas según corresponde a la era de las redes, es decir, medio a medias y tirándole a casi apagadas. Me pasa ―¿nos pasa?― que todo lo que veo en la vida lo ando queriendo ver como si ya fuera mío, como pensando “al rato que llegue a mi casa lo busco en internet”. Y entonces, en el momento presente mi mente y mis sentidos no están puestos plenamente sobre lo que ocurre. Se diría que desde Internet me he malcriado olímpicamente a no ser más que un vulgar navegante de la vida real, un testigo, se diría, prestando a las cosas una atención sólo parcial y distraída.
Cruel golpe de la vida: este Concierto para violín en Mi bemol mayor, maravilloso, lleno de pasajes tristes y armonías tan distintas a las ya escuchadas, lo he tenido cerca por primera y última vez. Ya ni siquiera me acuerdo de cómo era la melodía. Lo único que parece existir de Scaccia en la red es la presencia esquiva de un par de partituras facsimilares en IMSLP (esto de aquí puede hilarse con lo que comentaba hace rato del sospechoso color de las partituras) y la aparición alternada de su apellido en noticias que no hablan de otra cosa que sea el Cervantino.

Partituras amarillentas, les digo

El programa fue excelente. Lo comento triste porque se acabó y la música desapareció como es natural cuando es en vivo. Si pudiera quedarme con una pieza de entre las tocadas, me quedaba naturalmente con las de Scaccia, a los demás como sea se les puede seguir la pista.
Al término del concierto el tiempo de aplauso fue brutal y de pie. Yo aplaudí hasta que las manos comenzaron a latirme peligrosamente. Tres veces salieron los músicos a dejarse llover un rato por el aplauso leonés. A la cuarta un encore, antecedido por unas breves palabras del mismísimo Biondi, quien por cierto habló en perfecto castellano.
Tocaron una pieza cortita y acelerada de Telemann, Scaramouche, parte de una obra más amplia cuyo gran eje temático, según explicó Fabio, se yergue como lo que parece una broma, puesto que la tonalidad cambia de un movimiento a otro. Al final todo terminó muy bien y en esencia salimos todos muy contentos. Yo no tanto, ya se sabe. Scaccia… Ay. Y aprovechando el tono elegíaco que esto agarró, los invito a que formemos un comité de búsqueda y rescate de Scaccia, es que simplemente es tan triste saber que existe una música de esa magnitud y no poder acceder a ella. Para llorar. O para sentirse afortunado de que en algún lado esa música existe y que ahora lo sabemos. Con eso deberá bastar por ahora.

octubre 10, 2012

Kaarloxandross


A estas alturas de mi vida digital entiendo que no represento poder de convocatoria alguno, pero no me angustia. Sobre todo porque he visto que nada cuesta conseguir que tus millones de amigos y familiares lean lo que les pides cuando se los pides. Pero en eso queda: en un favor que te hicieron. Después difícilmente acudirán a ti, porque el modo en que llegaron a tus textos fue como efecto de una petición. Más valen los lectores naturales. Hoy sólo quiero invitarlos al blog de mi amigo Poli (Carlos Rojas) para que se rían un rato. Quizá encuentren algo que apele naturalmente a su sensibilidad y se vuelvan visitantes igualmente naturales de sus textos. O quizá no. Pero ya estará en ustedes.

Disonancia cognitiva y sonora


Hoy escuché por primera vez en vivo las Variaciones Goldberg. Tras el teclado estaba sentada Zhu Xiao-Mei. El evento fue parte del Festival Cervantino.
Esto que escribo ahora no es una reseña ni quiere serlo. Es sólo un comentario sobre lo difícil que fue para mí estar ahí sentado escuchando una música que aprecio bastante y que sé de memoria. No me refiero a tocarla —nunca— sino a cómo suena.
A mí papá siempre le gustó Bach. Eran frecuentes en mi casa sus sonatas de cello y los motetes, piezas de órgano y la pasión según san Mateo. Entonces Bach sonaba seguido y pronto pude saber de sus Variaciones, siendo todavía chico. Debo añadir que las conocí tocadas en guitarra antes que en cualquier otro instrumento y que por mucho tiempo fueron eso: unas piezas de guitarra enloquecidas, imposibles. Las tocaba un tal Kurt Rodarmer, y lo que yo imaginaba al ponerme los audífonos era que la guitarra tenía veinte cuerdas o el intérprete cuatro brazos.


Variación 3, canon al unísono



Para mí la sonoridad de la guitarra, cuando rinde para adaptar cómodamente una pieza de piano en su registro y posibilidades, es siempre preferible; añade a muchas obras que en teclado no pasan de mecánicas y percutidas una calidez nueva y agradable. En el piano el sonido es resultado de un golpe. En la guitarra cada nota se aterciopela porque toda pulsación depende de los dedos y la forma en que hacen contacto con las cuerdas. Puro tacto. En ese sentido parecería que hay más responsabilidad por parte del intérprete respecto a la calidad del sonido en una guitarra que en un piano; un gato o un virtuoso hundiendo una tecla producirán más o menos el mismo sonido.

No descarto tampoco que la razón para pensar de este modo sea que yo de piano no sé nada. De todos modos veo que esta reflexión encuentra su único sentido hablando del barroco. No he visto a los románticos, ya no digamos a los impresionistas o a los contemporáneos transcritos con éxito a la guitarra. En piano suenan muy bien y tal vez así deban quedarse.
Como sea, en esta versión de las Goldberg había una ventaja fantástica que a mí como niño debió resultarme didáctica y estimulante: podía sustraer cualquier línea melódica y quedarme con ella, seguirla a lo largo de la variación sin que se me perdiera entre las otras o fluctuara en su intensidad. Seguro que esta virtud tiene su más grande deuda con el cuidado técnico puesto en la grabación: la obra fue transcrita minuciosamente para ejecutar primero las líneas del bajo y ensamblarlas luego con lo demás.
Recuerdo que mi maestro de música decía ‘no hay Bach fácil’. Y con lo poco que he osado leer su música e intentado ejecutarla me basta para creerlo. Lo justo sería que tampoco los pianistas quedaran exentos de este criterio —aunque me gustaría ver lo que tenga por añadir Laurent Aimard—, Bach debería resultarles inabarcable, complicadísimo, deberían odiarlo. Siendo el pianista un ser humano, y sobre todo enfrentándose a una obra que fue pensada para tocarse en dos manuales, parece natural que algo falle en algún lado, sobre todo cuando el cambio al manual único de un piano obliga a toda clase de malabares demoníacos y superposiciones de una mano encima de otra para tocar teclas que a todas luces ya están ocupadas por otros dedos.
No se le puede dar a la complejidad del tejido propuesto por Bach la fluidez que merece si el cerebro anda todo hecho pedazos aquí y allá entre voz y voz. Pensando en las limitaciones del piano cobra naturalidad que en un Clavecín se evidencie más la estructura del contrapunto al no permitir matices ni distinciones de intensidad a la hora de pulsar una tecla y producir el sonido, si bien se queda con esa cierta esterilidad siempre muy metálica de los cémbalos.


Variación 5



Ya si Rodarmer había podido molestarse en confeccionar dos guitarras de hechura tan estrafalaria con la intervención de un biofísico molecular [imagino que para solucionar el problema de las cuerdas de la guitarra-bajo] y de un refinado luthier, habría sido ridículo que las cosas salieran mal.


Blanca y Cassandra


Pero las cosas salieron muy bien en esta grabación. Cierto que en estricto sentido esta transcripción es una trampa, pero a mí no me importa. Son las Goldberg de mi infancia, y la nitidez revelada en cada voz es para mí irremplazable.
Entonces hoy, escuchando las Variaciones con Xiao-Mei me empecé a tensar una barbaridad. Fue una ejecución extraordinaria, no puedo negarlo. Rapidísima, vertiginosa. Lo sospeché desde que atacó con el Aria, mucho más rápida de lo que la tenía estampada en el recuerdo. Y los adornos, esos adornos del barroco… qué de cambios se permiten los intérpretes con los trinos y florituras.
Cierto que hubo lugar a exploraciones que no había yo percibido en ninguna otra versión, imposibles en la guitarra, efecto tal vez del pedal y donde algunas voces resultaban más evidentes. Fue interesante, en todo caso, ver lo que esta pianista china tenía por añadir al ya muy largo discurso enhebrado sobre esta serie de piezas, particularmente su propuesta con las variaciones de tempo más lento. Pero cuando la melodía se agitaba había un agolpamiento extraño que me impedía disfrutar nada. Nada coincidía con las Goldberg de mi memoria ni con  la nitidez total de Rodarmer, ni siquiera con las adoradísimas de Gould. La rapidez era tal que había desfases perceptibles, reparos, errores. Y la pobre sudaba a chorros por el esfuerzo desmesurado.
Pensé en una ocasión que fui con mi mamá al circo. Había trapecistas, ninguna red de seguridad. Mi mamá, visiblemente alterada, estaba segura que el acróbata caería y dejaría un tramo sanguinolento de suelo. Yo, siendo más pequeño, sentí natural decirle que no se preocupara, que bastaba con no  mirar. Pues hoy me sentí así: no quería ver lo que ocurría sobre el teclado, tenía miedo de que la melodía se cayera al suelo y se desangrara [porque en efecto resbaló muchas veces], sólo quería que el pasaje terminara, que lo librara lo mejor que pudiera, que dejara de hacer las cosas tan distintas a las Goldberg de mi recuerdo.


Variación 12, canon a la cuarta




Insistiré, para quienes piensen que pudo tratarse de una ejecución impecable, que conozco bien esta música, la escuché decenas de veces en el pasado y conozco sus consonancias. Xiao-Mei dejó claro que es una excelente pianista, pero eso no impidió que maquillara las para mí siempre seductoras disonancias del barroco y que corriera con rapidez irregular y una  acentuación desconcertante por asimétrica sobre casi todas las variaciones.

Y otra cosa. Qué de ruiditos hacía el público. Acepto que es normal, uno está vivo y muchas situaciones se desprenden de ese estadio, en cualquier grabación pueden apreciarse los carraspeos, las toses. Pero esta gente no tenía límites, todo sonaba demasiado. Casi sentía que el aire se movía y perduraba como una letra pronunciándose obtusa en mis orejas, una oclusión aborrecible. Cómo habría deseado poder pegar la oreja al bastidor y eliminar el siseo ininterrumpido de estas personas que por algún motivo respiraban tan alto. Alguien osó reír no sé de qué atrás de mí. Alguno más tenía puesto un despertador en el reloj. Los clics de un montón de cámaras por ahí. Era increíble, ni siquiera yo que estoy cubierto de tics sentí necesidad de ceder a un comportamiento tan torpe. Pero eso sí, al acabar el Aria Da Capo todos vieron oportuno aplaudir de pie por minutos y minutos. Quizá para que le quedara claro a la ejecutante la tan sonada calidez de los públicos mexicanos y regresara a casa con una buena anécdota del país.
Me quedo con las de Rodarmer, fue mucho tiempo de escucharlas.

septiembre 26, 2012

Holzwege


(...)
así estáis bajo un propicio tempero
vosotros, los que no educa ningún maestro, sino,
maravillosamente omnipresente, en leve abrazo,
la potente Naturaleza de hermosura divina.
Por eso cuando ella parece dormir, en ciertos tiempos del año,
allá en el cielo o entre las plantas o los pueblos,
también se entristece el rostro de los poetas;
parecen estar solos, pero la presienten siempre.
Pues presintiéndose reposa ella misma.



septiembre 21, 2012

Inaccesibilidad casi evidente


In Absentia, Regina Silveira

Entré al bachillerato y sentí que iba siendo por primera vez en la vida consciente de las cosas. Todo lo de antes no valía: la primaria, el kínder… qué de tonterías; había sido una pérdida de tiempo, un puro regar aquel algodoncito con semillas esperando germinara, pero sin lograr que se pronunciara mientras tanto a favor o en contra de nada. Larga maduración. Necesaria, pero vacía de recuerdos o experiencia. O así me lo parecía.
Y ya digo, entrando al bachillerato, qué nitidez había en las cosas. Me sentía redescubrir todo. Definir con palabras bien puestas en el cuaderno lo que hasta entonces me había supuesto la vida, no sólo ya escenario y situación obligada, no ya la anécdota, el sueño largo de refrigerios y memoria de pez. Ahora lo tenía todo en las manos, lo volvía lenguaje, lo apretaba contra mi cuerpo. Era mío.
Creo que hasta entonces no percibí verdaderamente, por ejemplo, que había un mundial de futbol. Que había juegos olímpicos. Releí las novelas de mi infancia a la luz de una claridad, creía yo, nueva y aguda. Minuciosa. Resumí finalmente que nunca había puesto atención a nada, que a partir de entonces empezaba una etapa indiscutible en la que recién entregaría mis sentidos de lleno a lo que se presentara.
Entrando a la carrera tuve otro vuelco de conciencia. Fue —pensé entonces— de tal intensidad que todo lo anterior lucía ridículo y superficial. ¿Cuál conciencia? No: ahora sí que la tenía. Ahora escribía y me daba cuenta de cómo lo hacía. Veía películas y sentía que hasta el momento mi criterio no había arrojado sobre ellas ninguna conclusión de valor, leía y era siempre la primera vez. Estaba tan al tanto de mis limitaciones intelectivas, me veía a tal punto entregado a lo que me parecía una concepción madura sobre mi situación, me hacía un juicio tan ecuánime de las cosas, que no podía sino estar llegando a la conciencia. Pasado ese punto no habría más. Sólo ahora empiezo a ser consciente, ahora y nunca antes.
Salí luego de la carrera. Y a medida que las cosas se distienden y superan mi horizonte, más me resigno a aceptar que no sé de ellas. En esta concatenación conciencia-inconciencia el eslabón lógico sería decir que ahora sí sé algo, que ahora soy, concluyentemente, consciente de mi conciencia. Pero qué gran necedad sería. Después de tantos sucesivos desengaños, de estas inmersiones imprevistas en rumbos por lo visto cada vez más autoconscientes ¿qué cabría presumir sin sonar efímero y vulgar? Nada. Qué arrogancia a esta altura no entender que a las cosas les divierte escapar y borrar su rastro. Lo más humilde, lo más acertado, es aceptar que estas grandes conciencias, ampliaciones de las que les antecedieron, serán siempre pequeñas y risibles respecto a sus sucesoras. O será así hasta que la entropía las devore a todas juntas, como sea.
Creo que la más grande conciencia de la que puedo hablar hoy es esta: Lo que empieza a encajar en una figura es transitorio. Mañana no será así. Que vengan otros a decir que saben cosas.

septiembre 15, 2012

Antimnemónico

Las ideas han de venir a asaltarme puntualmente después de las cuatro de la madrugada cuando he perdido ya todo interés en encontrarlas o distinguirlas siquiera de lejos, atrás de un mueble o jugueteando insolentes con mi gata, como si se burlaran de mi cansancio, de mi cuerpo maltrecho y mis ojos enrojecidos y agotados, de mi completa incapacidad para agarrar una pluma o reconocer mi propia escritura en pedazos de papel cualesquiera entre velos de lagaña y lagrimeos vergonzantes.
Lo conté a una amiga antenoche, me parece, ahora qué más da confesarlo al resto del mundo: era tarde y apagué la computadora, los sentidos naturalmente embotados. Ya sin luz fui a cobijarme. Como lo sospechaba, no habría pasado un minuto en la cama cuando ya una idea subía a atacarme.
Juro que era brillante. Lo sé. La explicación para una idea brillante osando trepar por mi almohada a provocarme es que ella viera que no tenía fuerza para atraparla. Yo no era amenaza, en ningún sentido.
Quise tomar mis providencias y pensé, no te dejes, haz algo que por la mañana sea una prueba de que este momento ocurrió. Entonces, acostado como estaba, decidí apuntar con el brazo estirado hacia la cabecera, el índice tenso hacia una esquina del cuarto, como pidiendo la palabra. Así estuve algunos segundos, jactándome de mi sistema.
Al día siguiente, por supuesto, recordaba con gran nitidez haber estirado el brazo hacia el techo. De la idea, ni sus luces.


septiembre 12, 2012

Les dites cariatides

Este pequeño documento me trajo el recuerdo de quienes cuentan leyendas en Guanajuato. Creo que es por esa cualidad arborescente de las anécdotas que hace a un elemento llevar a otros y enhebrarlos para siempre como abalorios en un hilo. Al final, por supuesto, el collar resultante es siempre largo y multicolor.
En ciertos lugares un nombre te lleva a un lugar; un callejón a un crimen nocturno; una mujer a una maldición; el pasado de una plaza o una fuente al mismísimo demonio. Así sucesivamente, todo es tan viejo que no puede callarse.
Nunca he ido a París, y a decir verdad es algo que ambiciono menos cada día, pero resulta muy claro el hecho de que es una ciudad antigua y entonces no puede sino verse cubierta de voces.
Les dites cariatides (1984) es la segunda cosa que veo de Agnès Varda. La experiencia fue cualitativamente mejor respecto a Réponse des Femmes. En esta ocasión Agnès salió con su cámara a catalogar ese diálogo bajito que es el de los grupos escultóricos en las fachadas de los edificios parisinos (por supuesto las reglas de urbanización en París son mucho más cabales y respetables de lo que jamás serán en casi cualquier ciudad de mis rumbos), y lo que se siente entre estos edificios es un diálogo verdadero de formas y espacios. Pero eso qué.

“Mi papá es el más fuerte y mi mamá la más bonita…”

Como ya va quedándome claro a esta temprana altura, Varda ha de insertar a fuerza algún comentario feminista en su discurso. No está mal, ni lo estoy poniendo en cuestión. Finalmente es su voz y es lo que se agradece, que se despegue de las muchas otras. Lo que sí me da un poco de temor ―aunque no ha sido el caso todavía, pero por un pelito― es que las imágenes empiecen a lucir como mero abrigo de una postura que sepa a propaganda.

“Él solo y con una única mano aguanta todo un edificio…”

Hablaba ya de las anécdotas. Ver una película que se apega a lo que podría ser la construcción de algo hablado permite admitir que eso mismo le hace parecer una plática; es siempre divertido poner atención al modo en que crece y evoluciona una conversación cualquiera, la de temas que se pierden en el caos de intervenciones, las florituras y vueltas atrás, lo improbable de los saltos de un tema a otro. Cada diálogo tiene vida por su cuenta.
Comparándolo entonces a una conversación, Les dites cariatides tendría un desarrollo análogo: tras señalar con cierta ironía que las columnas de porte masculino, los Atlantes, bien pueden cargar un balcón ellos solos, y que las Cariátides, columnas femeninas, van siempre acompañadas o necesitan por lo menos ser una pareja para repartir mejor el peso, Varda se desvía para recordar las razones de este elemento arquitectónico, castigo eterno para aquellas mujeres griegas que prefirieron apoyar a los persas antes que a su pueblo, ahora para siempre con una carga en la cabeza.

“Los hombres son fuertes y musculosos. Por tanto es necesario que los músculos sean visibles.
Que el esfuerzo sea visible. Que la tensión del rostro se note…”
En la mujer el esfuerzo no se nota. Un cierto ideal de mujer.

La música es de Reameau con piezas de piano, y también suena una adaptación extraña de La Belle Hélène, de Offenbach. La cámara traza líneas que sugieren las que tienen las fachadas. Es muy agradable sentir que hay algo de ese placer un poco distraído del turista al recibir información encantadora y no muy importante.
Y como en todo diálogo normal, Agnès acaba muy muy lejos, hablando de Charles Baudelaire, de su muerte y afasia final. De su poesía. ¿Verlo? Claro. Puede ser aquí, aunque sin subtítulos. O con algo más de paciencia, vayan al blog de scalisto.