abril 17, 2020

Jauja

Título original: Jauja
Dirige: Lisandro Alonso
Año: 2014
Historia: Fabián Casas
País: Argentina, Dinamarca, Francia, México, EUA, Alemania, Brasil, Países Bajos
109 minutos. Color. 1.33:1

Fotografía: Timo Salminen
Interpretan: Viggo Mortensen, Ghita Nørby, Viilbjørk Malling Agger, Esteban Bigliardi, Adrián Fondari

Advertencia: si el lector de estas líneas anhela experimentar algo tan extraño, hermoso y vital como para mí resultó ser Jauja, aconsejo ver primero el filme sin leer nada más. Ni en este texto ni en otros.

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Hay películas que deben verse a solas. No están para satisfacer expectativas en una reunión, ni para situarse jactancioso en el centro de una tertulia como el que sabe, o el que entiende.
Hay que verlas solo para entregarse a ellas sin vergüenza. Huir de ellas sin vergüenza. Criticarlas, aburrirse, quedarse dormido sin vergüenza. Pero también, a veces, despertar… En Jauja tuve que entregarme y despertar. No tuve opción. Ni siquiera planeaba quedarme viendo. Di play para ver qué tal pintaba y fue todo. Ya no pude despegarme.


Existe un punto en que la sospecha de estar ante una obra maestra aparece. Es una sensación curiosa y definida porque, sobra decirlo, en el día a día surge con poquísima frecuencia. Pero cuando llega, es inconfundible. Pasa en todas las artes, pero con el cine la sensación es engañosa: aguarda hasta el último instante para confirmarse o romperse.
Sentir maestría en el cine no es lo mismo que sentir maestría ante un cuadro o al transitar por un espacio arquitectónico, donde las sensaciones llegan en bloque: rápidas, simultáneas. Pronto sabes lo que sentiste; pronto sientes lo que supiste. Pronto haces tu digestión íntima de conceptos e intuyes si las imágenes estaban presentidas por tu experiencia.
Con el cine no. El cine está hecho de tiempo y, como tal, debes esperar a que esta porción de tiempo concluya. Sólo experimentamos cine conforme vivimos el tiempo de la película. Entre tanto, todo puede salir bien o salir mal. 
En Jauja sale bien.


Lograr una obra de este nivel es siempre una cuestión muy específica de proporciones. ¿Cuánto de cada cosa? ¿Hasta dónde...? No cualquier artista sabe dónde detenerse, dónde darlo todo. Es la prudencia, ¿verdad? Una virtud olvidada en nuestro triste mundo del consumo.
Lisandro Alonso y su magnífico equipo, entre los que se cuentan el poeta Fabián Casas, el fotógrafo Timo Salminen ―mano derecha de Kaurismäki― y el mismo Viggo Mortensen, como verdadero padrino y protector del proyecto, han sabido dónde y cuánto.
Dije que es una película para verse solo. Es también una película para no recomendarse: después de verla, da miedo que alguien pueda no pensar y sentir lo que pensaste y sentiste.
Es una película para celarse.


Jauja tiene todo lo que yo pido al cine: concisión, misterio inefable, gozo insaciable ante la naturaleza. No llama la atención sobre su hechura: es lo que ocurre dentro del cuadro lo que te tiene con la mirada pegada a la pantalla. Es el tiempo, contenido dentro de estas cuatro fronteras negras del negativo, lo que da a la imagen su magnetismo fatal. El ascetismo, como elección poética, de dejar intacto el misterio, incluso si éste debe ser filtrado a través de cierta técnica para volverse arte. Por su puesto que me vienen a la mente Bresson, Tarkovski, y el mismo Kaurismäki, con quien ya quedó explicada la relación.
Es justamente el cuadro el único énfasis puesto a nivel estilístico. En inglés se llama film gate. No sé cómo se llame en español, pero es el cuadro que encuadra. Lisandro Alonso lo deja, con sus bordes imperfectos y esquinas redondeadas. Me pareció un recuerdo evidentísimo de que, entre nosotros y la trama, media una cámara ―una mirada. La mirada del cineasta, que separa lo que entra al cuadro de lo que queda fuera. No es la vida, entonces, donde las cosas están dadas más allá de toda elección. Pero vaya que entrega una impresión extraordinariamente fiel de la experiencia de la vida.


Pienso que por estos días se requiere cierta valentía para usar el negativo completo, con su proporción más bien cuadrada. Máxime en la marea actual de cine deliberadamente hecho para el consumo donde, a falta de algo que sepa envolver desde dentro de la película, se recurre a formatos panorámicos para, por lo menos, envolver desde el impacto horizontal de una pantalla larguísima.
Jauja te mete en ella. No suelta. Incluso aprieta un poco. ¿Te gustan las serpientes? dice alguien en algún punto del filme. No. No son muy gustadas, ¿verdad?
No es una película “contemplativa”. Es otra cosa. Tampoco es la pulcritud de la fotografía. Ni el ritmo de la edición, ni el sonido, o la presencia quijotesca y desamparada del capitán danés Gunnar Dinesen en tierra hostil. Es más bien la conjunción indisoluble de todo esto. Y más que nada, es la densidad de lo que ocurre dentro del negativo.


Si todo plano fuese un recipiente y el tiempo un líquido, sabríamos entender que el tiempo contenido en un plano de diez segundos pueda durar siempre distinto. Un cineasta hábil sabrá llenar de más tiempo cada una de sus tomas: caso de Jauja.
En cada momento hay algo que ver. Mejor dicho: cada momento está ahí porque necesitamos ver algo de él. Cada instante está tan ligado al plano previo y al posterior como tres notas sucesivas lo estarían en una melodía. Por ello digo que no es una película contemplativa. No son paisajitos bonitos. Es acción y cambio. Es atestiguar la transformación extremadamente gradual del cielo, las rocas y la vegetación. Es la insinuación de una intriga que conduce a ningún lado. El señuelo, el esbozo de una trama vagamente western (para los que van al cine buscando tramas), incluso si al final es una mera treta para pescarnos.


Pero todo está conectado siempre, insisto con mi opinión de que Jauja parece música. En ella encontramos el mismo esquema que podríamos percibir en las dinámicas de una pieza: un gradiente minucioso y delicado que va del piano al mezzopiano. Así también aquí, el gradiente disuelve la estepa insolada en fiordo danés de un modo tan sutil que parecieran tierras vecinas. Son el polvo, las rocas y el sol inclemente volviéndose lodo, líquenes y rocío.
El gradiente está también en la historia de una hija perdida que, de súbito, como en el reverso imposible de un tira de Möbius, se nos vuelve la historia de un padre perdido. ¿Y qué fue todo lo demás, entonces? ¿Un mero recuerdo para una joven que despierta en la alcoba de un castillo?


Todo está dispuesto con una hermosura verdadera: la tierra. Los riachuelos. Las infinitas gamas del verde en la hierba y los matorrales. El azul del cielo surcado de nubes veloces. El rojo de la sangre. El café de un caballo que sea tal vez el caballo más suave y amable que haya visto en una película: dan ganas de acariciarlo y darle de beber.
Y no es una película intelectual y aburrida, donde tengamos que activar una modalidad esnob para sobrevivir. Cada cuadro está vivo y algo dentro de él impulsa a la historia a seguir mutando: de las llanuras secas, casi desérticas, a la humedad brumosa. Del alba al ocaso. De la Patagonia argentina a una pradera escandinava.
Hay un propósito en el tránsito del capitán Dinesen, incluso si hacia los últimos minutos de la película, todo lo que pensábamos sobre su empresa se subvierte. Sufrimos con él en su andar y agotamiento físico. Queremos encontrar lo mismo que él busca. Alguien dice: ¿qué es lo que mantiene a una vida en marcha? Es una pregunta amplia y vaga, por decir lo menos. Pero no es sólo un retazo de diálogo.


La película es esta pregunta.
¿Qué mantiene en marcha al personaje de Viggo? ¿Su hija?
¿Qué nos mantiene en marcha a nosotros, viendo una película difícil con semejante paciencia? ¿La promesa de un final feliz? ¿Ver si pasará algo más? ¿Comprobar si el metraje se arruina o se salva? ¿La profunda belleza de las imágenes?
Y más preguntas: ¿Sabemos a dónde vamos? ¿Cuán lejos? ¿Habrá agua? ¿Pasaremos frío? ¿Nos robarán nuestras herramientas? ¿Nos robarán nuestro transporte? ¿Nos dispararán desde un arbusto? ¿Habrán matado a nuestra hija para cuando lleguemos a ella? No sabemos nada. Sólo caminamos.
Como leí por ahí: manejamos por una carretera oscura, los faros del vehículo por toda fuente de luz. Podemos ver unos cuantos metros por delante del auto y nada más. Es difícil e incómodo, sí. Pero el viaje puede hacerse.


Así como en la vida, en medio de la búsqueda podría aparecer de pronto una señal: una guía en el cielo; un perro lanudo al cual seguir; una brújula reencontrada. ¿Tiene sentido algo de esto? En absoluto. Al menos no un sentido “dramático”. Pues, como en la vida, no hay moraleja, no hay beso al final, el bueno es después ―o a un mismo tiempo― el malo.
¿Qué es más absurdo? Una anciana perdida en un desierto argentino hablando tu idioma escandinavo, o una joven danesa caminando por el bosque en ropa interior. Una porción de la película debe ser un sueño, ¿cierto? ¿Pero cuál? ¿La primera? ¿La segunda? ¿Importa?


Queremos encontrar sentido y eso nos mantiene siguiendo perros. Aceptando agua y ayuda, aunque sea una anciana inquietante la que nos la ofrece. La vida es extraña. Esto se acepta o se rechaza, pero la vida sigue. Y tú sigues en ella, hasta que ya no. Ella sigue, contigo y tu ausencia. Pese a ti y tu ausencia. Y aparecerá extraña e inescrutable mientras exista quien pueda atestiguarlo. (10/10).

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