septiembre 26, 2012

Holzwege


(...)
así estáis bajo un propicio tempero
vosotros, los que no educa ningún maestro, sino,
maravillosamente omnipresente, en leve abrazo,
la potente Naturaleza de hermosura divina.
Por eso cuando ella parece dormir, en ciertos tiempos del año,
allá en el cielo o entre las plantas o los pueblos,
también se entristece el rostro de los poetas;
parecen estar solos, pero la presienten siempre.
Pues presintiéndose reposa ella misma.



septiembre 21, 2012

Inaccesibilidad casi evidente


In Absentia, Regina Silveira

Entré al bachillerato y sentí que iba siendo por primera vez en la vida consciente de las cosas. Todo lo de antes no valía: la primaria, el kínder… qué de tonterías; había sido una pérdida de tiempo, un puro regar aquel algodoncito con semillas esperando germinara, pero sin lograr que se pronunciara mientras tanto a favor o en contra de nada. Larga maduración. Necesaria, pero vacía de recuerdos o experiencia. O así me lo parecía.
Y ya digo, entrando al bachillerato, qué nitidez había en las cosas. Me sentía redescubrir todo. Definir con palabras bien puestas en el cuaderno lo que hasta entonces me había supuesto la vida, no sólo ya escenario y situación obligada, no ya la anécdota, el sueño largo de refrigerios y memoria de pez. Ahora lo tenía todo en las manos, lo volvía lenguaje, lo apretaba contra mi cuerpo. Era mío.
Creo que hasta entonces no percibí verdaderamente, por ejemplo, que había un mundial de futbol. Que había juegos olímpicos. Releí las novelas de mi infancia a la luz de una claridad, creía yo, nueva y aguda. Minuciosa. Resumí finalmente que nunca había puesto atención a nada, que a partir de entonces empezaba una etapa indiscutible en la que recién entregaría mis sentidos de lleno a lo que se presentara.
Entrando a la carrera tuve otro vuelco de conciencia. Fue —pensé entonces— de tal intensidad que todo lo anterior lucía ridículo y superficial. ¿Cuál conciencia? No: ahora sí que la tenía. Ahora escribía y me daba cuenta de cómo lo hacía. Veía películas y sentía que hasta el momento mi criterio no había arrojado sobre ellas ninguna conclusión de valor, leía y era siempre la primera vez. Estaba tan al tanto de mis limitaciones intelectivas, me veía a tal punto entregado a lo que me parecía una concepción madura sobre mi situación, me hacía un juicio tan ecuánime de las cosas, que no podía sino estar llegando a la conciencia. Pasado ese punto no habría más. Sólo ahora empiezo a ser consciente, ahora y nunca antes.
Salí luego de la carrera. Y a medida que las cosas se distienden y superan mi horizonte, más me resigno a aceptar que no sé de ellas. En esta concatenación conciencia-inconciencia el eslabón lógico sería decir que ahora sí sé algo, que ahora soy, concluyentemente, consciente de mi conciencia. Pero qué gran necedad sería. Después de tantos sucesivos desengaños, de estas inmersiones imprevistas en rumbos por lo visto cada vez más autoconscientes ¿qué cabría presumir sin sonar efímero y vulgar? Nada. Qué arrogancia a esta altura no entender que a las cosas les divierte escapar y borrar su rastro. Lo más humilde, lo más acertado, es aceptar que estas grandes conciencias, ampliaciones de las que les antecedieron, serán siempre pequeñas y risibles respecto a sus sucesoras. O será así hasta que la entropía las devore a todas juntas, como sea.
Creo que la más grande conciencia de la que puedo hablar hoy es esta: Lo que empieza a encajar en una figura es transitorio. Mañana no será así. Que vengan otros a decir que saben cosas.

septiembre 15, 2012

Antimnemónico

Las ideas han de venir a asaltarme puntualmente después de las cuatro de la madrugada cuando he perdido ya todo interés en encontrarlas o distinguirlas siquiera de lejos, atrás de un mueble o jugueteando insolentes con mi gata, como si se burlaran de mi cansancio, de mi cuerpo maltrecho y mis ojos enrojecidos y agotados, de mi completa incapacidad para agarrar una pluma o reconocer mi propia escritura en pedazos de papel cualesquiera entre velos de lagaña y lagrimeos vergonzantes.
Lo conté a una amiga antenoche, me parece, ahora qué más da confesarlo al resto del mundo: era tarde y apagué la computadora, los sentidos naturalmente embotados. Ya sin luz fui a cobijarme. Como lo sospechaba, no habría pasado un minuto en la cama cuando ya una idea subía a atacarme.
Juro que era brillante. Lo sé. La explicación para una idea brillante osando trepar por mi almohada a provocarme es que ella viera que no tenía fuerza para atraparla. Yo no era amenaza, en ningún sentido.
Quise tomar mis providencias y pensé, no te dejes, haz algo que por la mañana sea una prueba de que este momento ocurrió. Entonces, acostado como estaba, decidí apuntar con el brazo estirado hacia la cabecera, el índice tenso hacia una esquina del cuarto, como pidiendo la palabra. Así estuve algunos segundos, jactándome de mi sistema.
Al día siguiente, por supuesto, recordaba con gran nitidez haber estirado el brazo hacia el techo. De la idea, ni sus luces.


septiembre 12, 2012

Les dites cariatides

Este pequeño documento me trajo el recuerdo de quienes cuentan leyendas en Guanajuato. Creo que es por esa cualidad arborescente de las anécdotas que hace a un elemento llevar a otros y enhebrarlos para siempre como abalorios en un hilo. Al final, por supuesto, el collar resultante es siempre largo y multicolor.
En ciertos lugares un nombre te lleva a un lugar; un callejón a un crimen nocturno; una mujer a una maldición; el pasado de una plaza o una fuente al mismísimo demonio. Así sucesivamente, todo es tan viejo que no puede callarse.
Nunca he ido a París, y a decir verdad es algo que ambiciono menos cada día, pero resulta muy claro el hecho de que es una ciudad antigua y entonces no puede sino verse cubierta de voces.
Les dites cariatides (1984) es la segunda cosa que veo de Agnès Varda. La experiencia fue cualitativamente mejor respecto a Réponse des Femmes. En esta ocasión Agnès salió con su cámara a catalogar ese diálogo bajito que es el de los grupos escultóricos en las fachadas de los edificios parisinos (por supuesto las reglas de urbanización en París son mucho más cabales y respetables de lo que jamás serán en casi cualquier ciudad de mis rumbos), y lo que se siente entre estos edificios es un diálogo verdadero de formas y espacios. Pero eso qué.

“Mi papá es el más fuerte y mi mamá la más bonita…”

Como ya va quedándome claro a esta temprana altura, Varda ha de insertar a fuerza algún comentario feminista en su discurso. No está mal, ni lo estoy poniendo en cuestión. Finalmente es su voz y es lo que se agradece, que se despegue de las muchas otras. Lo que sí me da un poco de temor ―aunque no ha sido el caso todavía, pero por un pelito― es que las imágenes empiecen a lucir como mero abrigo de una postura que sepa a propaganda.

“Él solo y con una única mano aguanta todo un edificio…”

Hablaba ya de las anécdotas. Ver una película que se apega a lo que podría ser la construcción de algo hablado permite admitir que eso mismo le hace parecer una plática; es siempre divertido poner atención al modo en que crece y evoluciona una conversación cualquiera, la de temas que se pierden en el caos de intervenciones, las florituras y vueltas atrás, lo improbable de los saltos de un tema a otro. Cada diálogo tiene vida por su cuenta.
Comparándolo entonces a una conversación, Les dites cariatides tendría un desarrollo análogo: tras señalar con cierta ironía que las columnas de porte masculino, los Atlantes, bien pueden cargar un balcón ellos solos, y que las Cariátides, columnas femeninas, van siempre acompañadas o necesitan por lo menos ser una pareja para repartir mejor el peso, Varda se desvía para recordar las razones de este elemento arquitectónico, castigo eterno para aquellas mujeres griegas que prefirieron apoyar a los persas antes que a su pueblo, ahora para siempre con una carga en la cabeza.

“Los hombres son fuertes y musculosos. Por tanto es necesario que los músculos sean visibles.
Que el esfuerzo sea visible. Que la tensión del rostro se note…”
En la mujer el esfuerzo no se nota. Un cierto ideal de mujer.

La música es de Reameau con piezas de piano, y también suena una adaptación extraña de La Belle Hélène, de Offenbach. La cámara traza líneas que sugieren las que tienen las fachadas. Es muy agradable sentir que hay algo de ese placer un poco distraído del turista al recibir información encantadora y no muy importante.
Y como en todo diálogo normal, Agnès acaba muy muy lejos, hablando de Charles Baudelaire, de su muerte y afasia final. De su poesía. ¿Verlo? Claro. Puede ser aquí, aunque sin subtítulos. O con algo más de paciencia, vayan al blog de scalisto.

septiembre 11, 2012

Existencia


Fotografía Rodolfo Hurtado

Lo más complicado a la hora de agarrar la pluma o posar las manos en un teclado frente a la página blanca siempre ha sido esta idea: eso ya se dijo, y mil veces mejor.

Réponse des Femmes


He decidido acercarme a la obra de Agnès Varda, cineasta belga. Lo primero que vi de ella lo vi ayer y se llama Réponse des Femmes (1975).

Ser mujer es vivir en un cuerpo de mujer. Soy yo. Todo mi cuerpo soy yo.
No me limito a los ardorosos puntos del deseo masculino.

Veo que para cumplir esta intención de conocerla voy bastante desarmado, casi partiendo de cero. Quiero entender lo que esta mujer implica en la historia del cine pero no tengo la menor idea de por dónde irme. Y creo que esto es así ―lo de no saber de ella― porque a Agnès Varda se le ha relegado al extraño y sombrío rincón al que algunos otros directores han ido a parar en sus complicadas y semejantes trayectorias (Marker, Paradzhánov…) y que a mi parecer los ha arrastrado junto con sus obras a un estancamiento casi total en la opinión de la gente.
Entiendo que lo que la crítica señala a veces como hermético no es sino el grave descuido tomado a la hora de la difusión, una indiferencia que limita el encuentro de una obra con su público y que, está claro, confirma más bien la indolencia vulgar de las distribuidoras y los organismos que regulan lo que en su opinión es consumible o no; confirma también el predominio de unos criterios de permanencia que se reducen a lo mercantil.
Pues Varda no es hermética ni mucho menos ―o no me lo ha parecido en este primer encuentro, como sea―, más bien no cumplió con esos criterios de permanencia en el mercado y visiblemente hay un desajuste ideológico entre lo que Varda dice y lo que al pensamiento hegemónico le gustaría escuchar.

Ser mujer es también tener una cabeza de mujer.
Pero una cabeza que piensa diferente a la de un hombre.

Yo había tenido inquietud por ver sus trabajos porque todas las imágenes sueltas que encontré anteriormente reclamaban ser puestas en su lugar y metraje. Y también porque, al menos en un sentido pictórico, fue evidente que estaba ante algo característico, algo que seducía y era fresco, acaso el signo de nuevas figuras dentro del cine. No me equivocaba tanto.
Dejo de lado lo discursivo, pero valga la mención, esta película es un pequeño panfleto para el Día Internacional de la Mujer de 1985 que intenta responder a preguntas como “¿Qué es una mujer?, o “¿Todas las mujeres quieren ser madres?”…y así sucesivamente. Lo cierto es que no responde casi nada y se dedica más bien a formular e instigar reflexiones.
El formato es un poco el de cine-ensayo, documental y su prudente componente de irrealidad. Las imágenes responden a un texto, y por él están articuladas. A mí, como espectador novel de Agnès me ha llamado mucho la atención el uso del color y la forma de componer cada cuadro.

Cada vez que desvisten a una mujer para vender un producto
la desvestida soy yo. La expuesta soy yo.

Como dije, de esta realizadora sabía poco. Pero buscándola —en internet, dónde diablos más— he podido conocer lo que parece esencial de ella: que nació en Bruselas, que se le enuncia cómodamente junto a la gente de la Rive Gauche, que algunos le insinúan un cierto lugar como abuela de la Nouvelle Vague, y que su cine podría ser acusado de feminista. Cosas secundarias todas, importa más bien acceder a la obra en vez de platicarla. No queda gravoso verla, dura ocho minutos.

septiembre 02, 2012

Sobre J. L. Brea


Como aparece en :: salonKritik ::


Hoy hace dos años moría en Madrid José Luis Brea.
Yo pude saber de él y de su obra por la mención al aire que hacía un amigo de sus textos, diciendo que escribía muy bien y que podía servirme en la tesis —que por entonces iba siendo de cine y estaba totalmente infundada.
Puedo asegurar que esa mención bastó, porque no fue como que alguien me compartiera un texto, o como que lo hubiese leído en una compilación. Sólo puse “Brea” en el buscador y se desplegó una serie de sitios y recursos muy vasta, acaso la más fructífera y estimulante con la que me he topado.
El encuentro con su obra y persona me dejó naturalmente marcado —para bien— y me permitió ensanchar las concepciones que yo me hacía de un montón de cosas, particularmente en torno a la crítica y al arte. Hasta entonces las dos cosas aparecían en mi discurso con una gran pobreza conceptual, formadas ante todo por la adición desmesurada de lugares comunes y romanticismos anacrónicos.
Ahora sé que por Brea llegué a enterarme de los Estudios Visuales, llegué a percibir en mí una incredulidad nueva y revitalizadora hacia los contenidos de quienes decían producir cultura; llegué a sentir natural la puesta en controversia que él invitaba a practicar ante la descarada vacuidad de los discursos artísticos contemporáneos. Todo esto, me parece, sigue permeando mi forma de reflexionar.
Por Brea llegué además a muchos otros excelentes autores de los que seguro no habría escuchado de otro modo: Mieke Bal, Safaa Fathy, W. J. T. Mitchell… Supe así también de ese espacio inquietante y enrarecido que es el net.art y me divertí a lo grande viendo páginas y páginas de sitios exclusivamente curados para la expectación.
Pero en general me lamentaba de haberme topado con esta estupenda persona tan tarde. Recuerdo que me pareció ilógico ver la cantidad de proyectos que quedaron en marcha gracias a su iniciativa, la de libros y ensayos que había con su nombre en la portada, el movimiento, el dinamismo de todas esas comunidades que ayudó a reunir. Y todo eso no cuadraba con el hecho de que lo que veía fuera obra de una persona que ya no estaba.
Entiendo, y aquí me voy a andar con cuidado, que por razones de índole distinta a la académica no se le ha aceptado abiertamente en muchos ámbitos, o al menos no en todos en los que su obra resultaría pertinente. Yo no puedo hablar de esto, principalmente porque soy mexicano y porque no conozco dicha situación. Pero quizá precisamente porque soy mexicano y no español he podido leer su obra sin ninguna clase de incomodidad en mis compromisos ideológicos, y sí más valorándolo como lo que siento que es: uno de los más preclaros teóricos del arte y la cultura de los últimos tiempos, particularmente de las últimas tres décadas, uno de los pocos escritores en español que se aventuró a teorizar fenómenos que a mucha gente correcta le habría gustado permanecieran ocultos.
Sé que en vida trabajó apasionadamente en decenas de proyectos, promoviendo la formación de espacios para la enseñanza crítica del arte en España, la puesta en duda de todo lo no demostrable, el rigor inclemente a la hora de construir o desmantelar discursos simbólicos.
Me gustaría que más gente llegara a su obra y a todos los proyectos que dejó tras de sí, sobre todo porque el mundo en que quiso desenvolverse es un mundo esencialmente angloparlante y me parece un desperdicio que las cosas lleguen hasta ahí por pura frontera lingüística. Yo ni lo conocí ni fui su alumno, pero sé que nos hemos quedado sin su opinión para este mundo convulso que le aventaja ya dos años, pero que exige de una explicación siquiera la mitad de aguda y satisfactoria de lo que él habría propuesto.