Publicado
originalmente en Disonancia.
Asistí hace algunas
horas al concierto de Europa Galante sin tener verdadera
noción de quienes eran estos tipos o quién estaba a su cabeza. Fue mucho más
tarde (cuando me entregaban el folletito del evento), que pude enterarme que a
la cabeza estaba nada menos que el virtuoso del violín Fabio Biondi ―también
fundador y director de la agrupación―, quien destacara ya hace algunos años y
una vez más por su refrescante versión de Las Cuatro Estaciones,
con las que bien pudimos o no conocerle antes de saber que vendría a México.
Eso no importa ahora
¿Quién es este tal Biondi? ―preguntarán con justificable razón. Pues yo tampoco
lo entendía con claridad hasta que salió su nombre en el programa del
Cervantino y lo busqué como quien no quiere la cosa. Es alguien que junto a
muchos otros, impecables músicos, se ha ganado el merecido reconocimiento del
público y la crítica en numerosas salas del mundo como uno de los más
interesantes intérpretes del clásico y el barroco en la actualidad.
Debo aclarar que el
calificativo de interesante le viene bien por algo que podría
considerarse insólito (¿criminal?) en los terrenos de la interpretación para
música de este período: es un perseguidor del estilo y un desmemoriado en
cuanto a los dogmas. Y si quieren darse una idea de lo que intento expresar,
acudan a cualquier video de música barroca en YouTube y verán la clase de
debates que pueden armarse en torno a cosas tan superficiales como el fluctuar
de la afinación del La a lo largo de los siglos. Hay
demasiados prejuicios escolásticos flotando aquí y allá acerca de cómo debe
tocarse Bach, Vivaldi, Händel… que si queda muy cuadrado, que si suena
mejor quitándole dinámicas, que sin matices y como de relojito… son siempre
menos los que se animan a tocar la música como les viene en gana ―en materia
estilística, al menos―, como la sienten, como les parece correcto y natural.
Queda claro que Biondi y su Europa Galante se cuentan entre
los de este segundo grupo. Y no es intransigencia, es sólo una actitud
exploratoria, de respeto y admiración por la música, por la época y el modo en
que fue escrita. No por nada las piezas de este programa fueron tocadas con sus
instrumentos originales ―otra cosa de la que puede jactarse esta orquesta―. El
violín que toca Fabio, por ejemplo, es un Andrea Guarneri de 1686.
Pero miren, quizá fue
para bien tanta ignorancia de mi parte; de haber yo sospechado la talla de los
músicos que vería, la fama y el renombre me habrían distraído muchísimo de la
música, ocupando algo así como el 90% de mi cerebro y no dejando lugar pensable
para la escucha y la memoria.
No afectó en nada.
Pude, en cambio, extraviarme en otra clase de profundísimas reflexiones
mientras esperaba sentado en mi modesta localidad de palco de luneta (gracias Disonancia/Fórum
Cultural) a que pasaran las tres llamadas, viendo los ―no está de más
aceptarlo― magníficos techos del Teatro Bicentenario, que habiendo yo asistido
únicamente a los pisos más altos del recinto en mi precaria vida anterior como
espeleólogo desempleado no había contemplado en su esplendor. Pero reitero, hoy
no estaba en esos balcones, junto a mi verdadera gente (el gremio de
mecanógrafos) oh no, hoy estaba tan abajo como llegaré a estar en toda mi vida,
en los lugares reservados para la prensa, y sólo así y por vez primera en mi
corta existencia fue que pude reparar en la bellísima altura del lugar y en el
acabado de sus techos.
No sólo pude
distraerme en eso. También quedé altamente desconcertado con esta notita que
venía dispuesta apenas abierto el programa de mano:
Tuve tiempo para leer
el programa un par de veces antes de que la cosa empezara en serio. Para
entonces no tenía ya ninguna duda sobre la importancia de la gente que iba a
ver sobre el escenario. El listado de festivales y salas de concierto en que se
habían presentado era enorme. No pienso reproducirlo aquí porque la verdad qué
más nos da. La idea viene siendo comunicarles algo distinto, y creo que eso
consiste en remembrar y compartir lo sensual, si es que tal empresa tiene
fundamento.
Salieron pues estas
catorce figuras oscuras cargando sus instrumentos (a excepción de los
intérpretes de la tiorba, el violone y el cémbalo, razones de incompatibilidad
fisiológica por demás comprensibles), y qué figuras. Siendo sincero, lo que más
me llamó la atención a su entrada fueron las sonrisas, la frescura, la energía.
Rasgos particularmente notables en el clavicembalista, Andrea Perugi; todo
parecía resultarle extremadamente placentero. De esa gente que cae bien.
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Aquí podemos verlo sentado al clave y bien feliz |
El programa prometía un cuarteto de esenciales: Haydn, Vivaldi, Händel y Bach. Por supuesto no defraudaron con lo que cabe suponer de cada uno de estos compositores y atacaron con renovada fuerza cada una de las obras concertadas. Era un deguste absoluto verse implicado en este genuino espíritu de cámara, de gente que se entiende y que tiene una sola prioridad: la música. No el sobresalir, no el encimar la voz del instrumento propio a la de los demás. No: música de cámara. Perfecta o no es. Y qué privilegio ver de cerca sus caras, percibir su respiración, la comunicación de sus miradas, la gesticulación gigantesca y necesaria de Biondi en su papel de director.
También, claro, la
observación inevitable de los detalles que le daban a la orquesta su genuino
sabor a otra época: la tiorba ―hasta cierto punto un laúd, de sonido limpio y
reminiscencia medieval―, el violone ―acaso un equivalente de nuestro contrabajo
moderno pero con vestigios de las violas da gamba, un diapasón con trastes―, o
la experiencia siempre impagable que es ver y escuchar un cémbalo en vivo. Y
otros detalles menores pero llamativos: la curvatura convexa de los arcos (la
modalidad Corelli-Tartini, según dicen los que saben) y el color de las partituras,
bastante amarillas, como si fueran las originales.
Esto me lleva a
elogiar otra línea que me ha parecido cabal dentro la labor de la Europa
Galante: el rescate de compositores verdaderamente oscuros. Ya todos
sabemos que existieron Bach, Vivaldi y Händel, y que en más de un sentido
podría afirmarse que ellos son el barroco. Pero en el programa
ofrecido anoche destacaban dos compositores que, me queda claro, no pueden
estar más lejos del renombre. Uno era Antonio Brioschi, autor de una pequeña
Sinfonía en Re mayor con la que dio inicio la presentación; el otro era Angelo
Scaccia, espléndido y desconocido autor barroco, llamativo de inmediato por sus
raras progresiones y su melancolía casi palpable.
Maldita sea la hora
en que tuve que enterarme que había un compositor tan bello, tan extraño. Y
digo maldita porque del autor ni sus luces en ningún lado, carajo, no lo
conocen en su casa. Creo que al momento de escucharlo mi sensibilidad y mi
disposición estaban ajustadas según corresponde a la era de las redes, es
decir, medio a medias y tirándole a casi apagadas. Me pasa ―¿nos pasa?― que
todo lo que veo en la vida lo ando queriendo ver como si ya fuera mío, como
pensando “al rato que llegue a mi casa lo busco en internet”. Y
entonces, en el momento presente mi mente y mis sentidos no están puestos
plenamente sobre lo que ocurre. Se diría que desde Internet me he malcriado
olímpicamente a no ser más que un vulgar navegante de la vida real, un testigo,
se diría, prestando a las cosas una atención sólo parcial y distraída.
Cruel golpe de la
vida: este Concierto para violín en Mi bemol mayor, maravilloso, lleno de
pasajes tristes y armonías tan distintas a las ya escuchadas, lo he tenido
cerca por primera y última vez. Ya ni siquiera me acuerdo de cómo era la
melodía. Lo único que parece existir de Scaccia en la red es la presencia
esquiva de un par de partituras facsimilares en IMSLP (esto
de aquí puede hilarse con lo que comentaba hace rato del sospechoso color de
las partituras) y la aparición alternada de su apellido en noticias que no
hablan de otra cosa que sea el Cervantino.
El programa fue
excelente. Lo comento triste porque se acabó y la música desapareció como es
natural cuando es en vivo. Si pudiera quedarme con una pieza de entre las
tocadas, me quedaba naturalmente con las de Scaccia, a los demás como sea se
les puede seguir la pista.
Al término del
concierto el tiempo de aplauso fue brutal y de pie. Yo aplaudí hasta que las
manos comenzaron a latirme peligrosamente. Tres veces salieron los músicos a
dejarse llover un rato por el aplauso leonés. A la cuarta un encore,
antecedido por unas breves palabras del mismísimo Biondi, quien por cierto
habló en perfecto castellano.
Tocaron una pieza
cortita y acelerada de Telemann, Scaramouche, parte de una obra más
amplia cuyo gran eje temático, según explicó Fabio, se yergue como lo que
parece una broma, puesto que la tonalidad cambia de un movimiento a otro. Al
final todo terminó muy bien y en esencia salimos todos muy contentos. Yo no
tanto, ya se sabe. Scaccia… Ay. Y aprovechando el tono elegíaco que esto
agarró, los invito a que formemos un comité de búsqueda y rescate de Scaccia,
es que simplemente es tan triste saber que existe una música de esa magnitud y
no poder acceder a ella. Para llorar. O para sentirse afortunado de que en
algún lado esa música existe y que ahora lo sabemos. Con eso deberá bastar por
ahora.
Me temo que no encontré a Scaccia, pero encontré a Caldara (aunque imagino que lo conoces) ésta es una pieza que me recordó la melancolía de la que hablabas. Dice ahí que es más conocido por sus óperas cantatas y oratorios. Espero que te guste: http://www.youtube.com/watch?v=cz4sYC2zsP0
ResponderBorrarYo no sé nada de música pero de cualquier manera disfruté la pieza, me parece elegante y triste (como mi corazón).
No, no sabía nada de Caldara, sí que fue elegante y triste, concedo que como el corazón del capitán que ha sufrido el dolor de la humanidad por tanto tiempo.
ResponderBorrarHabrá que organizar los grupos de búsqueda.... y pues si... el capitán murió (una vez, por 1703) por nuestros pecados
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