Se vuelve demasiado evidente el
poco mérito de lo digital cuando se le acepta como una tecnología pensada para
sortear las incompetencias del usuario, una tecnología a la que, dicho sea de
paso, muy poco le falta para que haga las cosas por uno.
En los formatos de
fotografía análoga ―y que esto no quede en el puro romanticismo o en el deliberado
rumbo retrógrado de algunos grupitos de por ahí―, podías medirte al tú por tú
con la máquina. Podías ver de qué madera estabas hecho. Entre otras razones
porque no quedaba sino hacer las cosas bien ―para que el rollo no se te velara
o saliera subexpuesto― o hacerlas muy mal y comprobar que eso de la foto nomás
no era lo tuyo; en los soportes fotoquímicos la cosa no rinde para jueguitos.
Si no cargas con la experiencia o la instrucción básica haces un desastre de
aquellos. Del gasto ni hablar.
Y me acuerdo también
de mi amigo Albrecht Pächt, que estaba necio con comprar una cámara súper 8 en
un bazar cuando en nuestra vida habíamos hecho otra cosa que no fuera llenar
casetes DV con el exiguo suministro teórico que suponía apretarle “Rec” a un
aparatejo cualquiera. Bueno, eso no es lo importante. Lo que me lleva a
escribir esto es una foto que intenté tomarle a mi gata hace unos días.
La encontré echada
muy curiosa sobre un adoquín suelto que hay en la zotehuela. Estaba con los
brazos cruzados y como con esa flema silenciosa de tono vagamente humorístico
que hay en casi todo lo que hacen los gatos.
Pensé: esto es para
una foto.
Tengo poco con mi
gata, pero lo suficiente para entender que ninguna cautela es suficiente cuando
se trata de salir del rango perceptivo de un sentido felino. Me fui de puntitas
por la cámara.
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Justo así (Quino, naturalmente) |
Cuando volví ya
empezaba a ser tarde. Se estaba levantando y precipité dos disparos chuecos y
desenfocados. Visiblemente no sirvieron de nada más que para pensar luego en mi
inutilidad (cortesía del mundo digital) y para escribir ahora esta entrada.
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Mi gata a centésimas de segundo de entender mis intenciones |
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Mi gata, completamente indiferente a mis intenciones |
Volviendo a algo que
comentaba mi primo Rubén:
hoy tienes la modalidad de disparo con ráfaga en casi todas las cámaras. Basta
apretar el botón para hacer una serie de fotos consecutivas. Total: alguna
tiene que servir de entre tantas. Pero qué van de tomar mil de un jalón para
que sirvan dos, a la precisión intuitiva de algún reportero a la antigua,
consiguiendo la foto que quiere con un solo click.
Con un rollo yo sí me
la pensaba para tirar mi dinero a ráfagas, que se te vayan veinte negativos en
dos clicks es para gente con dinero. O para gente con empleo, pensándolo mejor.
Estamos bien
confiados con nuestros dispositivos.
Eso está muy bien en
más de un sentido. Por ejemplo, me parece una oportunidad singular y afortunada
todo el asunto del video con cámaras réflex por simple democratización del
código cinematográfico. Como ya había apuntado David Lynch, todos deberíamos
poder hacer cine, así como cualquiera que lo desee debería poder pintar o
aprender un instrumento.
Lo malo de todo esto
es que ahora damos por sentada la calidad del producto resultante. Ya casi nada
está mediado por la plástica. Es muy fácil hacer cosas decentes porque la
tecnología nos responde bien y sin muchos esfuerzos. Pero lo análogo ―como la
vida, un hecho a la vez― obligaba a otra cosa que me parece muy bella: hacer
las cosas lo mejor posible desde el principio.
Y ya se me está yendo
esto hacia otro rumbo, pero pondré un último comentario pequeño: en el pasado,
hasta para filmar una boda tenías que saber lo que hacías con la cámara, al
menos en términos de apertura y velocidad de obturación; en cine lo mismo,
preparar las cosas con tiempo era un paso natural hacia el ahorro: cuidar la
luz, cuidar los movimientos, cuidar todo. Era eso o desperdiciar metros y
metros de negativo.
Hoy fijas la cámara y
grabas cualquier basura sin consecuencias para nadie.
En fin, a mí luego no
se me quiere curar la nostalgia de tanta certeza sobre el pasado como un mejor
tiempo. Hoy me ha resultado un sendero confiable hacia la calidad proceder como
lo haría con las tecnologías análogas pero con lo que me queda en esta realidad
mía, acaso ya irremediablemente digital.
Eso, claro, no me
evita que siga tomando fotos borrosas una y otra vez.
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