noviembre 04, 2014

It Happened One Night

Hablar de películas es siempre un fracaso, pero hay que intentarlo. Un esfuerzo aunque sea para fijar las cosas mientras se dejen. Vi esta película de Frank Capra anoche. No voy a extenderme. Sólo quiero recordar aquí que me llamaron la atención dos cosas:

1. La penumbra complicadísima a la que se animó el fotógrafo. Un virtuoso con la cámara y la luz y fin del asunto.



2. La modernidad de la relación descrita.

Para mí ayudan a esta impresión de actualidad  —a falta de otra palabra— dos cosas, principalmente.

Una es la técnica.

El desenfado con que la cámara sigue la acción dándole aire y permiso a los personajes para que de ellos (en ellos) florezca el misterio y la seducción. Es la transparencia del montaje, pienso, la que deja que sintamos junto con los protagonistas el peligro absurdo de este romance que además de todo no sólo es claramente imposible sino —y también tal vez por eso— flagrantemente cinematográfico.



Pero bueno, pusimos la película y acabamos metidos en este atentado contra la verosimilitud, qué le vamos a hacer y ya desde el título: pasó (bastó) una noche…

Pero en cine calcar una realidad factual no equivale ni a relieve ni a verdad. Estos dos atributos los construye más bien el tiempo real, el de afuera. El tiempo del espectador, quiero decir. O por lo menos así lo percibo yo. Y creo que es porque el tiempo de la película se prolonga hacia (ocurre dentro) la mente y la mente nutre después de otro tiempo y otros detalles a la noche de la película.

La otra cosa que hace que la película se sienta contemporánea son los actores.

No sé nada de ellos. Sé que Clark Gable actuó en Gone with the Wind, pero eso es igual que saber nada. De la actriz, Claudette Colbert, de ella sí que no sé nada de nada.

En fin, que lo hacen muy bien. Incluso cuando las actuaciones son todavía muy mudas (esto puede comprobarse quitando el sonido y fijándose en la grandilocuencia de las manos y las cejas). Pero no hay solemnidad impostada, no hay sentimientos fáciles. Como decían por ahí: niente baci… niente di niente. Y con todo y eso la naturaleza de lo que ocurre es profundamente erógena. Quizá porque la tensión, como con todo lo demás, se construye y se queda en la imaginación.



Leí en IMDb que la pareja de actores pasó un mal rato durante las escasas cuatro semanas que duró la filmación. Colbert se la pasó quejándose de esto y lo otro e incluso dijo que era la peor película para la que había actuado. Gable se hizo el enfermo un rato para demorar la producción nada más porque sí. Después los dos ganaron sendos Oscar por su trabajo. Por supuesto esto no añade nada a la película, pero ahora, a ochenta años de su realización, uno agradece que de estas niñerías no quede prácticamente ni rastro en pantalla.



noviembre 02, 2014

Con la voz de siempre



Mis recuerdos sobre el día de muertos son en general muy confusos y pienso que guardan una relación demasiado tangencial con el festejo original. Recuerdo, por ejemplo, una tarde en que mi mamá nos ayudó a mis primos y a mí a grabar un cuento de terror en un casete (qué raro que hayamos dicho siempre cassette pudiendo decir cinta o algo más fácil).
Y no recuerdo de qué trataba el cuento, pero sí recuerdo, en cambio, que usábamos máscaras de Drácula y de Frankenstein mientras actuábamos la historia... colmillos de plástico, parches en el ojo, pelucas, cosas de esas. Mi mamá se encargaba de los fondos incidentales con una amalgama a decir verdad bastante depravada que igual podía incluir Tocata y fuga en re menor que los pasos sinuosos de Thriller. Esa era la idea general, sobre todo en términos infantiles de juego y convivencia.

Recuerdo hacer alfeñiques en la escuela, comerme el azúcar glas a puños, pensar que en definitiva los alfeñiques no eran tan geniales como decían. Recuerdo cooperar con mis compañeros para la construcción de montón de altares. Había suficiente decoro en la disposición de sus elementos, ahora puedo verlo. Durante la primaria las maestras diseñaban unos tapetes de aserrín bastante interesantes y ambiciosos. Cruzaban el patio a todo lo largo y podían verse completos desde el segundo piso. No soy condescendiente al decir que no le pedían nada a ningún vitral.

Anoche tocamos Les Antiliques en un cuarto negro alumbrado apenas por unas veladoras. Veladoras de altar. Yo me sentía melancólico por decir lo menos. Hacía mucho frío y la guitarra se me desafinaba una barbaridad. Tocamos mal. Pensé que los días de muertos, en general, habían tocado ya el fondo del sinsentido en su inercia folclórica de postal.

Mi mamá le dio cosas a mi tía para que armara una ofrenda múltiple en su casa. Cosas de mi papá, entre ellas: las conchitas de medicina, sus lentes, un disco de Serrat, otro de Óscar Chávez, una foto. Creo que por única vez, de súbito, el sentido de esta famosa Ofrenda se me reveló y me dio cierta clase de paz. Hasta entonces hacerle altares a Cantinflas, a Marcel Marceau, a Pedro Infante, a las muertas de Juárez…, me había dado verdaderamente lo mismo. Ahora la cuestión pareció distinta y más intensa. Las cosas de mi papá eran como una síntesis de mi papá. Un resumen bien hecho de cómo era y cómo hablaba. Había incienso quemándose en algún lado, el olor y la luz eran agradables. Yo qué sé, el recuerdo fue vivo y discreto. No era una cosa fúnebre, estereotípica. Sino una vital, pacífica, entera. Pero creo que fue porque pude pensar en algunas cosas geniales que mi papá escuchaba: la Liturgia Eslava, los Chalchaleros, unos conciertos de Mozart para flauta y arpa.

Pensé en algo que dijo Carlos Flores sobre el mármol: la elección del artista por uno u otro material porta ya su ambición de permanencia, su estilo, su modo de escritura. El mármol es una piedra dura. Para mí, entonces, la música que me legó mi papá es también su vínculo terreno y definitivo, duro y durable, con el que me facilita tachar el misticismo falaz de lo que la religión organiza en torno a la muerte y que siempre me da una flojera rabiosa de aquellas. En fin, que esta ofrenda, la síntesis, la música, me permitieron entrañar, en lugar de extrañar con rosarios y cancioncitas. Por lo menos así fue ayer.

La canción de arriba la compuso Manuel M. Ponce. La cantan Tehua y
Óscar Chávez.  Me entusiasma la idea de que alguien la pudiera volver jazz.



agosto 26, 2014

Nélida, Nuria


NÉLIDA: (…) Remo decía que luna y azúcar se pegan a los dedos como el pedacito justo de cada canción, ése que ya no se olvida por días, una lunita que mengua poco a poco pero vuelve, infatigable a bailar en la punta de la lengua. ¿Ustedes no saben olvidarse las canciones? Es realmente muy difícil olvidarse las canciones.

GUARDIÁN: Uno busca sin esperanza, y cuando encuentra se queda como helado.
A veces hasta siente un desencanto.


REMO: Violines y oboes, limón con azúcar y regaliz.


Mi querido Remo: Espero que al recibo de la presente te encontrarás bien de salud en compañía de todos tus familiares.
Todos tus familiares a saber la tortuga Berta, la estrella de mar seca con una pata de menos, y las obras completas de Manuel Machado encuadernadas en medio tafilete verde.
De mí puedo decirte que estoy pasando un veraneo sumamente en compañía de mis querido papá y mamá, esos dos monstruos que me secuestran con paredes de ternura y me torturan con látigos en cuyas puntas hay un beso.


REMO: (…) Sos el pedazo de maldad que correspondía a este decorado. Y yo me lo fui a buscar, yo me lo traje cantando, yo me visto con él todas las noches. (…)
A esta hora nos vamos poniendo idiotas.

NURIA: Es un alivio, nos mentimos con más facilidad.


NÉLIDA: Pero esa gente somos nosotros mismos. Las pesadillas son así, a uno le ocurren espantos y cosas, y a la vez se está viendo desde algún rincón.

MARINERO 1º: —¿Por qué estás tan callada, morenita? Un día solo, una hora sola es un cuchillo que corta las redes para siempre. ¿Te creés que basta volver y buscar, abrir los postigos y decir: “Borrón y cuenta nueva”?