marzo 02, 2015

El cuento de la isla desconocida


El tiempo y la energía son una verdadera marea en mi ánimo: menguan y crecen, salvo que sin patrón discernible. Y justo ahora estoy en plena marea baja. Así que, aprovechando el tema marino y mi extenuación, es que he podido releer este libro muy breve de José Saramago.
Del mismo autor, y a una edad a todas luces inapropiada, recuerdo haber leído su Evangelio según Jesucristo. De estilo profundamente alegórico, muy denso y concentrado; disfrazado de sencillez e ingenuidad. No pasa distinto con este cuento. 
Salta a la vista lo que cualquiera que haya leído a Saramago conoce: un uso muy característico de la puntuación. El párrafo es un riachuelo en que van inmersas todas las voces, todos los personajes. Y hay que estar atento para pescar un determinado diálogo con la voz que corresponde. O quizá este mismo riesgo de equivocar al dueño de una voz sea parte del encanto buscado y encontrado por Saramago.
Las ideas que hace nacer el cuento en la imaginación son muy estimulantes. No me quedan certezas, sólo preguntas y sensaciones: sobre el sentido de la navegación, no como operación marítima, sino como movimiento a través de la existencia; sobre la dirección en que uno mira cuando anhela encontrar algo que no es, algo que no está; sobre el deseo por alcanzar un ideal indefinible como único motor genuino para caminar, para moverse de un punto a otro de la vida, llámese amor, autoconocimiento, comprensión total del prójimo, fusión con la naturaleza. Es un libro muy bello que exige de mí por lo menos una re-re-lectura.

febrero 02, 2015

Hastiado y trasnochado

Perro muy flaco. Mineral de la Luz

Me parece ahora que las personas ¿la juventud, mi juventud? están contaminadas de forma irreparable. De glamour, de escándalo, de elocuencia. Yo mismo estoy contaminado. O quisiera, secretamente, estarlo un poco más para morir, así, más acompañado.
¿No se podría en su lugar, por un día, en algún lado, encontrar al amigo que sepa, por decir algo, callarse un momento en lugar de no poder callar ya nada?
La gente defiende sus pasiones, su credo, sus opiniones, mediante una especie novedosa y muy inquietante de amor incondicional a la patria (la patria edulcorada de su envidiable consumo cultural) que, por cierto, nada le pide al fascismo: tal es la obstinación y la ceguera.
Yo, por otro lado, no quiero, no puedo ya defender nada. No sé si seré un gran cobarde o simplemente estoy agotado. La futilidad reiterada de defender cualquier cosa me ha enseñado una técnica más triste, más efectiva: esconderlo todo. Callarlo todo.
Llegado al caso de tener que opinar: diluirlo todo.
No vale el gasto de energía intentar cualquier otra cosa. ¿Para qué, al fin? ¿Para convencer? ¿Ceder tan fácil a la elocuencia?
¿Por dónde, entonces?
Si quisiera, después, plantearme con seriedad un ejercicio vagamente parecido a la verdad, tendría que plantearme también, y por lo visto, la posibilidad de ser abandonado por todos. De abandonarlo todo. Tal es la imposibilidad de decir cosas que impliquen verdad sin destruir estructuras.
No puedo dejarme abandonar. Más amable resulta engrosar las cosas que tan bien encaminadas van ya: la comodidad incomparablemente histriónica, infructuosa e imbécil de quedarse para siempre en la violencia chic de las superficies, de las conversaciones, de los ritos.
Me recuerdo que muchos amigos (mis grandes amigos muertos y verdaderos, los del papel) eligieron ―sin elegirla nunca, naturalmente― la soledad por escribir de la verdad. Me recuerdo, también, que no soy ningún grande de nada. Sólo alguien cansado con una lucidez bastante grande de su propio cansancio.