No quiero
confundir ambiguo con ambivalente; lo
ambiguo puede ―o podría― interpretarse en dos
modos distintos. Lo ambivalente me habla de lo que es realmente dos
cosas, no solo su insinuación. Me detengo en esto, que muchos calificarán de
tontería, porque siempre he sido muy considerado respecto a la ambigüedad
natural de las cosas y me es claro que su observancia no cae nada bien a la
gente correcta. Se nos quiere formar en de una pauta en que las cosas son frías
o calientes, izquierdas o derechas, porque a los tibios dios los vomita y
luego nos vamos al infierno o alguna otra estupidez en la misma línea.
Señalaba Harold Pinter en su magnífica lectura de aceptación del Nobel, "…no
hay grandes distinciones entre lo que es real y lo que es irreal. Ni las hay
tampoco entre lo que es verdadero y lo que es falso. Una cosa no es
necesariamente verdadera o falsa; puede ser a la vez verdadera y falsa."
Puede que hablar de cosas que sólo son lo que son [como papá dios que
sólo es el que es] sea un remanente inútil de la de por sí bastante inútil
moral judeocristiana, en la que uno debe declarar a los cuatro vientos su
postura ante todas las cosas, escoger a Cristo encima de Elías Calles, saltar
al vacío envuelto en la bandera, morir por la patria y tantas
otras muestras cabales que nos sugieren que Linneo no acertó necesariamente con
aquello de que el mono pudiera ser en algún sentido Sapiens. Una
vez aceptando que las cosas antes que tibias son por naturaleza informes, líquidas,
inapresables… estaríamos del otro lado. Pero no estamos del otro lado. Estamos
de este lado; el lado en que las cosas son cuadradas, definibles, constantes,
fiables.
Hace algunos meses leí
para una clase el probablemente jamás recomendable «El País de uno», de
Denise Dresser. En este libro pude comprobar, primeramente, la horrible y
efusiva prosa cuasi-oratoria de la periodista. Puedo añadir a mi anotación
inicial que tampoco nadie debería confundir efectivo con efectista.
Sé que pasé muy malos ratos leyendo lo que me pareció el claro sustento de un
texto hecho para leerse en voz alta. Un texto que funciona y hasta es agudo,
pero que porta la insignia aborrecible de un discurso político de estrado,
populista, incendiario [¿pero qué no es así el periodismo?]. Quedé callado ante
el excepcional muestrario de anáforas ad libitum [que serán
bonitas cuando se planea la sedición con los compañeros y la corregidora, pero
que lucen suficientemente vulgares por escrito] que el texto constituye. Cosa
curiosa que cuando tomé, finalmente, la materia de Comunicación Escrita
III, esperé con ansia la clase en que explicaran las figuras retóricas [a
un amigo de la Ibero le enseñaron poco más de cuarenta] sólo para toparme con
que sería una reiteración vergonzante de lo ya visto en secundaria: metáfora,
hipérbole, hipérbaton y párale de contar. Y ni siquiera bien explicadas.
Afortunadamente me toparía posteriormente con Raymond Queneau, surrealista de
didáctica envidiable.
Y entonces, para muestra un botón: “…Dispuestos a alzar la voz para que
la democracia no sea tan sólo el mal menor y una conquista sacrificable si de
combatir el crimen se trata. Dispuestos a llevar a cabo pequeñas acciones que
produzcan grandes cambios. Dispuestos a sacrificar su zona de seguridad
personal para que otros la compartan. Dispuestos a pensar que el bien es tan
contagioso como el mal y comprometidos a actuar para demostrarlo. Dispuestos,
dispuestos, dispuestos. Y lo que siento en estas parrafadas hermosísimas es que
estoy rezando jaculatorias con los abuelos, o escuchando a Cantinflas en El
Padrecito con aquella retahíla de ya es tiempo que meditemos,
ya es tiempo que recapacitemos, ya es tiempo de que pensemos…
Ahora bien, no quisiera que se crea que leer el libro me fue una tortura
insoportable. Tanta aclaración sobre la ambigüedad debe servir de algo; percibí
de forma mucho más entrañable y amiga lo que ya analizara en un tono más
clínico Mayer-Serra en «Por eso estamos como estamos». Cabe insinuar que
los temas de Dresser tienen su origen ―de otra forma quizá, analítica y
desapegada― en el mismo libro de Elizondo, con la diferencia que éste remite
constantemente a un panorama económico y estadístico al que Denise parece más
bien eludir, recuperando por otra parte la "virtud" del ejemplo
cercano, el ejemplo fácil y popular. Y se siente que el libro tiene una
intención masiva; no hay que ser semiólogo para reparar en la frasecita “el
libro que le abrirá los ojos a los mexicanos” en la contraportada y sospechar
que hay una grave pretensión de cualquier tipo.
Como ya se estila desde hace mucho al hablar de México, el texto es un festín
de contraposiciones, contrastes acusados, ironías, paradojas forzadas. Quizá
para hacer honor a que no se puede hablar parcamente de un país de contrastes,
y porque en Méxicotodo es desigual, hasta los libros: hay que ser
folclórico, hablar de bulto, poner interjecciones. La introducción quiere
iniciar entrañable, pero no propone nada novedoso, sólo cae en la idea de
México como estereotipo de sí mismo, atado a la historia y con dos o tres
figuras queridas del ámbito cultural, que por lo que entiendo deben ser tomadas
como ejemplos absolutos de que sí se puede, en muy elegante
antagonismo [para que no se nos olvide que se habla de México] al argumento de
que el mexicano se justifica y está imbuido en la lógica del por lo
menos. Y yo sentí un poco así a Denise, como diciendo: por lo menos tenemos
a Cuarón [claro que mencionó a muchas otras ilustres personalidades mexicanas,
pero ya se sabe que yo soy para siempre parcial y sólo hablo de lo que me llama
la atención].
Cuarón no es una mala
referencia, de acuerdo. Es un cineasta más que decente y me parece buen signo
que siquiera algún paisano desarrolle una que otra idea fresca en un lenguaje
tan en peligro de extinción como es el cine. Pero hay que recordar que Cuarón,
al igual que Del Toro e Iñárritu, es una persona que ha desarrollado su obra
desde el extranjero, y que no hay nada de meritorio en encontrar oportunidades
más allá del territorio propio porque de que las hay, las hay.
Ya no sé si habrá que decir de los migrantes que qué bueno que se fueron porque
nadie es profeta en su tierra, o si habrá qué aplaudir a los que se quedan
porque son como la flor que florece en el invierno, y ante tanta adversidad
superada nada los puede ya menoscabar. Lo que sí sé es que nadie negará que
resulta ingenuo y casi chovinista sentir que el futbol, los muralistas o el
Chapulín Colorado son razones de peso para hacerse de la vista gorda ante el
densísimo entramado de oprobio e imbecilidad que vemos todo el tiempo en
nuestra esfera política. Y esa es tal vez una de las ideas en las que más
reincide Dresser: la representación ficticia.
Más allá de la corrupción ―natural, en mi opinión― que surge en cualquier
institución con estratos claros, lo que está pasando es que elegimos a gente de
la que rara vez volvemos a saber después de las elecciones. En el ambivalente texto:
“…El sistema político se ha convertido en un híbrido particular, una
combinación de remanentes autoritarios que coexisten con mecanismos
democráticos”.
Eso no existe. Por supuesto, insinuar democracia autoritaria, se ha
convertido en algo muy natural en los últimos tiempos, casi una moda, se diría.
Pero si en algo acierta el libro de Dresser es en hermanarnos con su nivel de
coraje ante el hecho de que la política sea un simple juego de intereses, de
comodidad. Y siento que es muy difícil que la gente demuestre un interés
genuino [hablo de la gente que para votar necesita más argumentos que el
recibir una cachucha o una despensa] en la esfera política cuando difícilmente
parece tener algo que ver con las preocupaciones ciudadanas reales. La
complicación, como ya se sabe, está en que antes nos estamos lamentando que
observando cualquier alternativa medianamente realizable. No tenemos la más
mínima honestidad para con los errores del pasado, y no conformes con tan
estúpido comportamiento, celebramos lo muy poco que hacemos bien en el
presente.
Me acuerdo que en una de las entrevistas que le hizo Soler Serrano a Borges ―un
Borges siempre más literato que politólogo, imprudente y filosófico― el
argentino comentaba que no caería nada mal a muchos países volver a la
monarquía. Por supuesto, para los de corazón de pollo el escritor pecaba de
polémico e inaceptable, pero cuando se imagina una monarquía ―no en el sentido
antiguo, totalitario, absoluto, sino en el de encontrar a un hombre que
verdaderamente ame su país―, se puede imaginar lo que sería tener a una persona
con visión y toda una vida para desplegarla, para desarrollar un proyecto
pertinente, y no sólo cuatro o seis años, que sirvan únicamente para medio
enderezar lo torcido de la administración anterior y dejar las cosas
suficientemente chuecas para el que sigue. Seis años de administración cobarde
y morosa.
Como para muchas otras cosas, hablar de relección o de un período
administrativo prolongado es inaceptable en nuestro país, porque para algunos
administrar políticamente a un Estado sigue equivaliendo a un premio,
confundiendo por privilegio lo que es la oportunidad de un servicio. El
político es ―debiera ser― un servidor. Como quiera, relección o monarquías son
inconcebibles, como inconcebible es que alguien rinda cuentas algún día y ose
postularse de nuevo sin que se le caiga la cara por la vergüenza.
Pienso que las naciones no mejoran a raíz de las manifestaciones vanas de los
grupos políticos y sus simpatizantes en la calle, ni a partir de mítines por
causas perdidas, bloqueos, marchas. Mejoran desde el nivel personal, desde la
acción de quien comprende y ejerce su ciudadanía y no solamente extiende una
mano al cielo esperando pan y cobija.
Decía un maestro mío, respecto al calentamiento global, que lo más que podemos
hacer es moderar nuestra destrucción personal. Y qué otra cosa podíamos hacer,
sino eso, y no únicamente en el ámbito ecológico, sino en nuestra participación
social. No podemos decidir por los demás, ni podemos velar para siempre por
intereses ajenos. Sólo podemos contribuir a la mejora general de condiciones
laborales y oportunidades de vida desde los ámbitos que uno conoce y por los
que guarda un cariño genuino. Yo insisto en que seguirá siéndome muy difícil
involucrarme directamente con nada que tenga que ver con política en este país
―como con cualquier indicio de burocracia— porque en mi vida me ha resultado
bien sacarle la vuelta a lo que no sirve. Y cuando se me señale que soy de los
que en vez de cooperar dan la espalda, tendré que explicar que hago lo mejor de
que soy capaz en los espacios que me competen. Así, por decir algo, si yo, como
interesado en el lenguaje audiovisual y el arte contemporáneo, hago todo lo que
está en mis manos por mejorar las condiciones de vida y de trabajo de los
artistas audiovisuales contemporáneos, estaré contribuyendo oportunamente en la
parte del espectro en que es más probable se escuche mi voz. Y no
[necesariamente] votando, no quejándome, no demandando a diestra y siniestra.
No podría abogar por los derechos de los transportistas porque no tengo las
nociones mínimas para abordar esa esfera. O al menos esa es la forma en que
entiendo la expresión un país de ciudadanos.
Como lo desarrollara Mayer-Serra, es casi palpable la noción de un país
corrupto, poco competitivo, mal educado. Un país que apuesta antes a sus
recursos que a su gente, ―el único recurso verdadero y renovable. Cuando el
petróleo se acabe, como decía Heberto Castillo, ahí nos quiero ver,
percatándonos de que en mucho tiempo no hicimos nada por preparar un colchón
con las habilidades de la gente, que amortigüe tantito la muy probable caída
que se aproxima. En palabras de Dresser, son los costos de dormitar,
los costos de reposar mientras el mundo corre deprisa, imparable. Muchos lo
han dicho: somos un país aparentemente moderno, pero que se ha quedado
congelado en su propia imagen. Esta “modernidad” no es ningún orgullo cuando el
precio es la no reforma, la desigualdad extrema. “El problema es que muchos
saben qué hacer…” pero pocos están dispuestos a hacerlo, porque están antes sus
intereses, y porque las instituciones y las formas de proceder están erigidas
en función de que nada cambie.
Así
es México, dirán muchos. Pero me sumo a la inquietud de muchos cercanos: el
país no puede seguir parapetado detrás de las excusas y el miedo y la tibieza y
la renuencia a pagar costos políticos; ni puede seguir encasillado en el
esquema político, social y cultural de las relaciones, el apellido, y la
lealtad antes que el mérito, la excelencia y la creatividad. Hasta entonces
confío en el hecho de que las nuevas generaciones ―mi generación― sean menos
sombrías y mucho menos atentas a los poderes relativos de la política como para
salir de una vez y para siempre del sueño tan largo en que nos hemos visto
inmersos.
Estamos a poco de un mes de las elecciones y creo que todavía no hay una opción
con el más mínimo y saludable componente de ambigüedad. Y yo no sé, miren, me
sentiría mucho más tranquilo si los candidatos de nuestras próximas elecciones
fueran la mitad de fiables de lo que me parecen los candidatos ―políticamente
verosímiles, lo sé― del partido simple.