Soy un
tramposo, eso lo sé muy bien. Me la paso escribiendo lo que sea con tal
de demorar un poco la llegada de los temas que son verdaderamente
pertinentes. Sé que me conduzco ―deplorablemente, lo acepto― en un modo
que podría calificarse de hedonista, al menos en cuanto a cultura se refiere.
Porque es muy cierto que consumo únicamente lo que me interesa, y la
actualidad nacional no es una de esas cosas.
Ahora:
quiero que se entienda que esto lo digo en parte porque ya es tarde, y en parte
porque de verdad lo creo. Pero de ningún modo quiero jactarme de que esto
que estoy haciendo valga la pena —casi nada lo vale—, y mucho menos quiero
cotejar lo que yo pueda decir contra el trabajo de mis compañeros.
Simplemente hago un juicio (de corto criterio, si se quiere) en base a lo que
he visto en estos tres años y medio; y la cuestión es que es fácil ver que a
nadie le importa nada. Habrá muchos que pasen la carrera de muertito, y
habrá quienes no hayan tenido, en cambio, un solo día de tranquilidad.
Pero a quienes por meses y meses nos importó poco o nada el destino de estos
especímenes, a un semestre de la salida final de este túnel escabroso empieza a
sabernos a injusticia y a menoscabo la suma tibieza de los procedimientos.
Se
yergue una primera postura aparente: si te esfuerzas en la carrera, te va más o
menos bien. Si no te esfuerzas en la carrera, también te va más o menos
bien. Si no tienes destellos genuinos y personales en tu mente, pero te
ganas el pronto favor de la gente al mando, puedes desarrollar una alta
posibilidad de titularte por excelencia. Se parece ―demasiado desagradable
como para quedarse en el puro folclor— a aquello de que si uno se preocupa se
muere. Y si uno no se preocupa, también se muere.
Jamás
me han importado las calificaciones numéricas, en el sentido en que por años me
han hecho ver que se trata más bien de una descalificación.
Es decir, el maestro ya no tiene que ser siquiera un conocedor de nada.
Basta con que sea un vulgar negociador. El alumno no es acreedor a una
calificación máxima de 10 (somos culturalmente muy decimales); por el
contrario, es merecedor de que se le resten continuamente. El máximo
numérico no es una aspiración que corresponda al ingenio y la
creatividad. Es una medida coercitiva sujeta a estipulaciones imbéciles.
Calificación. Qué mentira más grande. Nido de avispas, es
un festín de métodos conductistas y posturas podridas de hace siglos. La
calificación sería una estimación subjetiva —porque así son los números, quién
lo diría— del desempeño intelectual de un alumno, y no un premio o un castigo
por hacer o dejar de hacer las cosas. Si van a esta conferencia les doy
un punto más. Si entran tarde les quito dos. Si traen todos sus
trabajitos muy bonitos y engargolados es medio más. Compre dos, lleve
tres. Alumnos ciegos es lo que somos, que entramos en el juego de compra
y venta cuando la cualidad siempre ha antecedido a la cantidad. La
calidad humana no se compra, pero preocuparse por un número es aceptar el yugo,
es gritar a los cuatro vientos nuestra plena disposición al sometimiento.
Y cómo no nos va a importar, si la beca, y la situación en casa, y el dinero no
es un juego, y etcétera. Pero los maestros de hoy [muchos] han perdido el
don de la enseñanza —no digo vocación, porque no existe tal cosa—, y su única
forma de control son diez puntos nuevecitos y listos para descontarse.
Exactamente en donde está lo divertido de eso. En dónde se pretende que
admiremos la docencia.
Me
gusta creer que hablo de este modo por aquello que ya decía en otra entrada:
desconozco lo suficiente sobre todo y sólo así concibo cierta holgura. Si
lo supiera todo tendría miedo de ser como un pez que está atrapado en un
recipiente que tiene su misma forma. Debo decir, antes que esto se
desperdigue por rumbos más borrosos —seguro que lo hará— que yo soy el
principal adepto cuando de leer la realidad se trata; en mi propio modo:
trabajoso, rupestre, alejado de todo estándar de pragmatismo, pero mío al
fin. La cuestión es que la realidad, lo saben algunos, es impensable si
no es a través de significantes convencionales: imagen acústica, objetos conocidos.
Y para quienes ya nos dejamos contaminar por libritos aparentemente tan
inofensivos como Derrida y compañía, es inútil volver la vista atrás. La
realidad no puede únicamente ser eso que la civilidad nos dice que es.
En mi
vida académica me he encontrado debatiéndome continuamente entre la postura en
que se me instruye —siempre aceptada de modo general por buena e inapelable―, y
la mía, siempre subyacente, siempre en conflicto. Pero es bueno tener un
una división tan marcada que me señale dónde termina lo que me dicen y dónde
inicia lo que creo. Ahora mismo me siento en una lucha continua entre el
deseo de hablar yo y nada más yo (el camino fácil), y tratar de tejer mi propia
noción de las cosas en los intersticios de los temas que culturalmente podrían
tener algún interés.
Creo
que la acusada posmodernidad de nuestro tiempo nos obliga a
que aceptemos muchas cosas. Y en gran medida me parece una de las pocas
cosas humanamente rescatables de este tiempo. Para mí, por ejemplo, es
muy natural aceptar con naturalidad conflictos que para la generación de mis
padres son ultraje o escándalo. Para mí, también, es más fácil entender
que la opinión del otro es la opinión del otro, y que probablemente nada
surgirá de insinuarle que la opinión propia es mejor. Exigir credibilidad
está pasado de moda. Con la diversidad vertiginosa con que las cosas nos
acechan no tenemos ya el derecho de proclamar el valor de una cosa sobre
otra. Sólo podemos aceptar que existen y que las odiamos o no
tanto. Es como lo que está sucediendo en la religión. Creo
firmemente que la religión como invitación a un comportamiento dogmático dejó
de ser significativa hace varias décadas. No sirve porque el hombre ya
siente que sabe demasiado. En el fondo no sabemos nada, porque todo lo que
sabemos está hecho de palabras, o de imágenes que comprendemos —que creemos
comprender— porque tienen una palabra que las nombre, o de sonidos que
corresponden universalmente a cosas que están debajo de todo. El hombre
está extraordinariamente perdido, y nada puede salvarlo. Mucho menos una
sugerencia de rito, que por factores contemporáneos resultan vacíos e
insignificantes.
Cabría
señalar que otras religiones no están tan al borde del vacío como los
católicos, que nos gusta hacer piñatas, y tener guardias suizas y santos por
todos lados. Pero no hay a cuál irle. En este ámbito (el religioso)
soy un marginado. Y comprender la postura propia de este modo tiene sus
cosas buenas, porque puedo decir que a lo que aspiro, en todo caso, es a una
espiritualidad sin nombre y sin renglones—.
Me
parece absolutamente natural que la iglesia esté tan resquebrajada. Me
parece normal que haya registro de tantos cismas. Esto no es sino un
síntoma saludable, un indicio de que la costra por fin se está
agrietando. Quizá debajo de tanto hielo vuelva a correr el agua, fresca y
verdadera por fin. Cisma de Oriente, de Occidente, llamémosle como
sea. Uno no lleva registro de los témpanos que van derruyéndose en los
glaciares, ni los bautiza como pedacito uno, pedacito dos.
Vaya todo al demonio, sólo sabemos que un bloque, otrora impenetrable, se está
deshaciendo, y que así pensemos en bloques diversos e individuales, (política,
cultural, socialmente…) no hay band-aid que pueda pegar dos
trozos de hielo. No hay cambios qué hacer, excepto los que tienen que ver
con la vida. Siempre la vida. Es lo único valioso. Tanto
tiempo en la tierra y no acabamos por entender nada.
Creo
que leer la realidad es una cosa que tiene que ver con la modernidad.
Hasta donde conozco, la modernidad nunca aceptó medias tintas en ninguna de sus
facetas. La modernidad ha sido, en mi vida, una invitación horrible, que
me seduce en ciertos episodios, que me repugna en otros. No me gusta
decirlo porque no sirve de nada, pero es cierto que vivimos un esquema
que no es el de la modernidad, se llame como sea. Y no
hay ningún orgullo en esto. Admiro más a los modernos por lo que son,
aunque los odio más fácilmente al juzgarlos desde fuera. Admiro la
modernidad como ideal de pureza, como símbolo cumbre de los logros de la
razón. Aunque por supuesto, ya hablando en estos términos, podemos
dirigir la mirada a toda la maniobra nazi, un proceso calculado hasta su más
último detalle. Los crímenes de la razón, a la par de sus logros.
Razonarlo
todo no ha parecido funcionarle muy bien al hombre. Y ahora caemos al
otro extremo: el abismo del sinsentido, el vacío, los significantes
arbitrarios, la mezcla, la pérdida de identidad. A mí me gusta la
modernidad como ideal, sobre todo en términos artísticos. (Lo posmoderno no
suele pasar de lo kitsch o la remanencia del pop art). La pintura
moderna, lo recordamos ya de los muy largos debates desde Greenberg y todos
esos, es pintura antes que otra cosa. Esto equivale a decir que a su
autor no le interesó retratar a una mujer ni pintar un paisaje. No le
interesó nada excepto la pintura por sí misma. Y entonces nos topamos con
cuadros como los de Malévich, su negro sobre negro, blanco
sobre blanco… Queda en evidencia la técnica. Queda al desnudo
la noción incontrovertible de que la pintura es una pintura, y no una
referencia a la realidad. Cuando se pinta un paisaje, la pintura es
referencia de ese paisaje, y lo más importante es el cómo luce
ese paisaje, antes que el qué de ese paisaje, es decir, los
colores que le dan sustento en un marco, el estilo de la pincelada, todo
lo que trae al paisaje a un pedazo de tela y que implica llanamente al lienzo y
al óleo.
Me
parece que hay cosas que llanamente deberían quedarse para siempre en el
espacio para el que fueron propuestas. Es decir, la música está ligada
desde su naturaleza a la escucha y a la emotividad humanas. Tiene antes
un vínculo sensual y afectivo con la mente que otro —lógico o verbal— con la
razón. Y pongo lo que escuché alguna vez en un documental de la BBC: la
música es la única forma artística que impacta antes en la sensibilidad que en
la razón (hasta ahora no ubico ninguna variante de actividad humana que procure
desenvolverse en el mundo de los aromas, al menos no en un sentido estético, de
lo contrario podría numerarse antes que la música). El oído es un órgano
frecuentemente enunciado por debajo del ojo. Se diría que es más primitivo.
Y no quiero referirme con esto a su precariedad anatómica o una insinuación de
menoscabo entre los otros sentidos, sino a su funcionamiento; lo comparo al
olfato en la medida en que el olor de las cosas trae recuerdos inapresables,
inubicables. Recordamos con un perfume una sensación, un miedo, una
persona, y no tanto un momento concreto.
Una
melodía puede traer la noción de un arrullo, de una canción de cuna olvidada,
la extrañeza de la infancia perdida. El sonido no es inteligible
verbalmente. Entre el oído y la mente no media nada, no hay ningún
freno. La música entra e impacta con toda su fuerza en la memoria.
Es mucho lo que puede decirse de la música, pero siempre en base a la
sensación. Es decir, cuando entramos al mundo acolchado de los audífonos,
no vamos previendo la música, adelantándonos a los sonidos con minuciosos
razonamientos sobre su construcción; el razonamiento —si es que lo hay— es
siempre después: el sonido se produce, lo percibimos sensualmente, y sólo
después podemos incurrir en el desperdicio de definirlo verbalmente.
El ojo
es otra cosa si hablamos en estos términos: no se deja conmover tan
fácilmente. Y así podemos ver que la gente en los museos dirige la mirada
antes a las explicaciones que hay debajo del cuadro que a la pintura como tal,
y todos van a leer lo que alguien dijo de la pintura, su título, su técnica y
sus medidas. El ojo es más miedoso porque es más dependiente de la
razón. Podemos decidir no querer ver, podemos decidir cerrar los
ojos. No podemos decidir dejar de escuchar —para quienes compartimos la
bendición de la escucha—. Los impulsos lumínicos que inciden en el nervio
óptico no son suficientemente intensos como para generar su propio
sentido. Antes tenemos qué interpretarlos, tenemos que
reconocerlos. La noción visual de una pared se corresponde con la imagen
acústica de lo que los fonemas que integran la palabra pared son
capaces de evocarnos y viceversa. El entendimiento, para mí, se oculta en
un lado que no es la palabra, dependiendo socialmente de ellas para la
interacción con otros entendimientos, pero diferente del todo en su origen al
de la naturaleza verbal. El mundo no es ni de imágenes ni de
palabras. Es todo lo otro, todo lo contrario.
Decía
Andrés Amorós sobre las palabras, si serían como una botella empolvada de vino
que impide ver el líquido que contiene; o un tanto más optimista: como una servilleta
envolviendo un pan, y adentro la harina y la fragancia esponjándose. En
los dos casos hablamos de una especie de envoltura, una cáscara. Ladrillo debería
contener la noción ilocutiva de ladrillo. Lo que nos interesa es el
interior de ladrillo, la comprensión total de lo que es un ladrillo
disfrazada de ladrillo, [que lamentablemente suena justamente como
la palabra ladrillo que significa lo que entendemos con ese
sonido (…) y así sucesivamente]. Etcétera.
No sé
si todo esto se dejará leer en los lindes del sinsentido. Pero lo escribo
como lo voy pensando, sin permitirme releer para no destruir lo poco de genuino
que haya en esto —si es que lo hay—. Es del anterior modo como encuentro
deplorable la pauta fingida de la comunicación escrita, la necesidad de
críticas, de opiniones, la necesidad de expertos. En este
tiempo, procedemos antes a definir las cosas que a palparlas
directamente. Somos una generación de cobardes, escudada en el absurdo de
lo cotidiano, los ritos premeditado. Tan corta es la vida, como se
propondría en la excelente Waking Life, como para pasárnosla
en saludos vanos en la calle, buenosdías, felizcumpleaños. Actuamos una
vida en la que interpretamos el papel de que somos humanos. Pero no queda
nada de legítimo en nuestro comportamiento. Queda únicamente el intelecto
hasta la muerte: la definición, la ciencia, el dato duro, lo infrahumano.
La
modernidad es un ideal. Eso ya lo dije. Pintura hecha a partir de
la pintura (o sea, pintura y nada más). Música hecha de música (la más
moderna de las artes). Cine hecho de cine, un gran conflicto porque el
cine, lo sabemos, no es un material. Es un proceso encadenado a la
técnica que le da fundamento. Se quita la cámara, se quita el rollo de
película fotosensible y dónde quedó el cine. Pero es un ideal, y hay cine
moderno. Como seres sensibles, nos será siempre más fácil ver un paisaje
que ver un lienzo lleno de salpicaduras oscuras. Nos será más fácil ver
una película que nos entretenga, a una película de verdad, sin
género ni compromisos cultural y arbitrariamente insertados. Y esto puede
ser porque la racionalidad conduce al vacío. No sé quién nos habrá dicho
que podíamos ser totalmente racionales, pero se equivocó gravemente. En
la raíz de los males está nuestra necedad por racionalizarlo todo. Me
acordaré siempre de la oposición clásica en semiótica: todas las cosas son
comprensibles porque existe su opuesto. El así llamado bien sólo
existe en la medida en que es opuesto del mal, y viceversa.
El bien cobra sentido porque la vida es capaz de cosas que son clasificadas en
el otro extremo. El extremo equivocado. Me parece un
debate verdaderamente estúpido a estas alturas de la existencia ponerse a
recordar si hay buenos y malos. Si no hubiese punto de comparación, de
que nos serviría ser unos santos. Necesitamos de lo más bajo del mundo,
de la corrupción, de la inmundicia, la vileza, con tal de que algunos puedan
ser santos.
No sé
si estoy tocando el punto que pretendía y si no lo toqué ya ni modo. Ya
habrá tiempo —nunca de sobra— para desgastarme todo lo que quiera en esos
terrenos pantanosos que a nadie le han servido nunca de nada, pero que de todos
modos yo, justo ahora, soy capaz de pensar. Si lo he pensado existe,
nadie me va a decir que no. Lo malo es que está primero comer que ser
cristiano y ahí es dónde.
Me
acuerdo todavía de dónde vengo: vengo de la lectura de la realidad. Y
todo este discurso enorme y —probablemente— intragable es un síntoma oscuro de
mi hastío ante la conducta del opinar por opinar. La opinión siempre
existe y es siempre voluble, porque es un juicio momentáneo. No aceptamos
la responsabilidad de condenarnos para siempre por lo que decimos.
Qué
sucede realmente en México. Cómo acercarse siquiera a una noción por lo
menos parecida a la verdad de lo que ocurre en el país. Es una confusión
enorme, en todos los sentidos. Sería gastado e imperdonable ponerse a
recapitular tragedias históricas y la tradicional desigualdad de la que ya tantos
hablaron hasta la náusea. Pero, vinculado con todo lo que he estipulado,
creo que el mexicano ha dado demasiado por sentado la realidad.
Políticamente los cambios no llegan porque parece que la gente considera que no
hay mucho qué hacer contra las pautas hegemónicas. Y es justamente este
comportamiento lo que nutre la hegemonía. Por poner un ejemplo: dar por
sentado un gobierno panista en Guanajuato, puede ser la razón principal de que
el panismo perdure. Es una apatía gravísima que nos tiene paralizada la
voluntad.
No hay
tal cosa como una realidad. Y si la hay es mero trámite
entre el mundo físico y el entendimiento. Necesitamos de
una realidad para la interacción, para el funcionamiento social más
básico. No podemos andarnos por las ramas que hayan propuesto Aristóteles
o Heidegger (qué más quisiéramos). Como decía un estimado maestro de
apreciación musical: el canto gregoriano está muy bien, pero después de un rato
uno sí dice yo sí me echaba un filetito.
Lo
mundano nos ata —quizá para bien— a lo que nos atañe humanamente. Quién
querría vivir un día antes que hoy. Vivir fuera de contexto, fuera del
tiempo, es amoral. Lo único verdaderamente amoral en que puede pensar
alguien que confía tan poco en el sentido de una palabra tan torpe como lo
es amoral. Creo que uno de los grandes problemas de la
actualidad es la tremenda falta de actualización de las instituciones. Y
no es una falta de actualización que refiera a lo meramente discursivo, sino
una gravísima indiferencia, demostrada repetidamente hacia el cuidado de los
intereses humanos —la gente antes que los recursos— y que está en la raíz de
cada estructura. Es notoria, también, la gran indiferencia hacia el mundo
de los jóvenes, exaltándolos demagógicamente como el futuro de las naciones,
ignorándolos tajantemente en la práctica. La política acusa la apatía del
electorado joven. La iglesia apunta con el dedo su falta de
espiritualidad. Las instituciones se quejan de ellos pero ninguna los
incluye activamente. Me ha tocado que la generación de mis abuelos y de
mis padres, sean generaciones que se quejan de la falta de espiritualidad del
mundo contemporáneo. Pero sólo eso hacen, quejarse. Y no hablo de
mis padres y mis abuelos: hablo del hueco horrendo que ha quedado entre
generaciones, el vacío insondable entre dos islas mutuamente excluyentes.
Me
gusta pensar que estamos en una transición cabal —recordando también aquel
incentivo del bono demográfico— donde lo más oscuro del
oprobio tiene que hacerse notar para quemar de tajo la deshonestidad que nos
cargamos. Seremos más jóvenes que nunca, de acuerdo. Seremos la más
extensa generación en edad laboral en mucho tiempo. Y esperemos esto no
signifique que será también la más extensa generación en haber sido ignorada.
Se
reincide, exhaustivamente, en nuestras tendencias retrógradas, nuestra
indiferencia, nuestro encaprichamiento. Lo que yo no entiendo es cómo
existiendo esta gran conciencia de la situación mexicana en tanta gente, el
cambio se hace esperar. Yo podría hablar, por ejemplo, de la gran fe que
tengo en mi generación, y podría hacerlo sin caer en atribuirle un papel
redentor. Pero esta fe la conservo porque veo que muchos compañeros
tienen planes, pasiones que todavía los conducen con cierta intensidad pese a
la desilusión rampante de lo cotidiano. Esto será siempre bueno, y creo
que cualquier persona que todavía desee hacer algo en su vida, es de algún modo
una garantía de que hay gente queriendo concretar proyectos, queriendo
demostrar su humanidad. Mi generación no tiene ningún estigma de
conflictos agrarios, ni de tierras perdidas, ni fortunas requisadas. No
hay ningún pasado maltrecho que impida generar una perspectiva distinta.
Si en algo creo que la juventud presente aventaja a la generación anterior, es
en que no se lamenta todo el tiempo. Incluso si es ignorancia, qué más da
si se piensa como un estado transitorio que permita despojar la cáscara de lo
que México significa en la historia.
Lo que
nos mantiene maniatados no es solo nuestra actitud, nuestro gusto por ser
robados; no reside únicamente en nuestra falta de educación. Reside, creo
yo, en que todavía somos los de antes. Necesitamos morirnos, necesitamos
olvidarnos de que a nuestro bisabuelo lo mataron los cristeros. La
historia sugiere posibles caminos a tomar, de acuerdo. Y brinda pistas
para analizar y leer la realidad (quiero creer que esta frase
refiere a los signos del tiempo y no a otra cosa). Pero las respuestas no
están en el pasado. Cuánto tiempo pasará para que se deje de considerar
de este modo. Probablemente ese gran conflicto que hay entre adultos y
jóvenes, ese abismo de incomprensión entre lo que de un lado se piensa apatía y
del otro actitud proactiva, sea un signo innegable de que podrá venir gente que
no está atada, que está hermanada con la gente de su país en un sentido
completo, y no sólo en el futbol.
Amanece.
En este punto no estoy seguro de nada de lo anterior y no sé realmente de qué
estoy hablando. Creo que hay una tendencia arborescente en mis intentos
dialécticos. Cada enunciado se abre invariablemente en dos, de tal suerte
que al terminar (“terminar”) un texto, siento que no dije ni la mitad de lo que
quería y que pude tomar otros caminos que quizá habrían llegado a mejor
término. Ojalá y todo fuera total y siempre. Ojalá pudiera
extraerse el pensamiento de un momento particular y entregarlo a los demás como
una especie de objeto físico terminado. Como si fuese un cubo transparente
que alberga todos los sonidos, o todas sus combinaciones. Pero no: habrá
carencias siempre. Omisiones. No quiero soltar la línea que llevaba
(medio metafísica, ni modo. Así es el Rodolfito).
Leer la
realidad es para mí algo que debería estar más allá del análisis historiográfico.
Seguramente digo esto porque yo, de entre los desinformados, soy el peor.
Pero recordando nuestro mundo posmoderno: quién me dirá que estoy mal.
Acepto que hay un torrente desbocado de signos en lo que acontece cada día.
Pero uno no puede sentarse a analizarlo intelectivamente y a escribir
conclusiones en un libro, y enarbolar arengas incendiarias. La acción
pueda estarse ya produciéndose, soterradamente porque viene de una generación
sin discurso. Una generación muda y entorpecida por la tecnología.
Pero cómo juzgaremos esto. ¿Con los ojos del pasado? Estamos en un
período de nada. En el lodo, se diría. No ha habido progreso
destacado en ningún sentido. De eso nos ha servido tanto análisis.
Yo de
política no hablo, y cuando digo algo es únicamente para cerciorar mi extremada
ignorancia en el tema o para lanzar al viento posturas inventadas. Pero
también resulta que de política no hablo porque para mí no tiene nada que ver
con nada. La democracia lleva el error de que no acaba por ser una
asamblea —además que sería imposible— y que los representantes no
representan. Hasta ahí lo sabemos de memoria todos. Si algo me
quedaré rumiando más o menos contento es considerar el poder de la acción
individual cuando esta tiene que ver con una mejora de las condiciones del
ámbito propio. Y ya había dicho esto: mi vida y sus posibilidades están
antes en mis manos. Cuán ajena es al espectáculo que tienen montado en la
esfera política, sólo yo lo sabré.
Debo
concluir de algún modo. No sé si mis párrafos anteriores me llevan
congruentemente a concluir justo en este punto. Sé algo sobre mi forma de
construir textos: han sido, toda mi vida, un solo texto, lineal y
continuo. Y me parece que así debería ser, y así se nos debería instruir:
soy yo el que habla, he sido siempre el mismo en tantas hojas en toda mi vida
académica. Hablaré siempre de lo que me preocupa e intentaré relacionar
lo que no me preocupa con mi vida. Y lo que no alcance a engancharse de
ese modo en mi memoria es lo que no sirve. Si hubiera un gran tema en mi
discurso, sería tal vez la fe. Y en este punto me cuesta no sentirme
raro, porque fe es una palabra que me disgusta. Pero ya se sabrá lo que
quiero decir.
Actualizarse
será siempre un gran acierto en cualquier ámbito. Ya algunos refutaron el
racionalismo de Descartes en defensa del hombre: no todas las
actividades humanas tienen que ver con la razón, muy de acuerdo (con la
experiencia ya entramos en otro ámbito, yo sí siento que todo tiene que ver con
la experiencia). Bien que mal la gente (algunos) sigue leyendo, sigue
viendo películas, sigue gustando de los atardeceres, del sonido del mar, de los
campos, de los árboles. Por supuesto que somos una especie depredadora,
pero eso luego.
Por lo
pronto, creo que esa comunión —precaria, pero comunión al fin— con el mundo, es
la más alta espiritualidad a la que nuestro mundo moderno nos permite
aspirar. Y no está tan mal. Siento que llegar de rodillas,
sangrando, a los templos, no es ninguna muestra de fe, cuando sí de imbecilidad.
Ya no somos cavernícolas como para llamarle dios al fuego y adorar al
rayo. Ni le tememos al viento ni al mar, menos a la noche.
Empecinarse en mantener ritos de clara procedencia mágica es pecar de
anacrónico. Mis padres, mis abuelos, dirán que en cada generación el
sistema de valores cambia y modifica su orden en la escala. Y estoy de
acuerdo. Y dirán también que ellos tienen fe. Y cómo decirles que
no.
Pero
nuestra generación también tiene fe. Y ha demostrado la virtud de
observar el pasado como referencia de consulta y no como anclaje
perpetuo. Quizá la nueva generación tiene mucha más fe que muchos de los
adultos que la rodean (la fe no es mesurable, lo sé). Pero se me dirá
entonces que mi fe no es equiparable a la de ellos porque yo no rezo en voz
bajita con los ojos cerrados, y no entiendo lo que la gente hace hincada
después de la comunión, etc. La fe no puede ser únicamente eso. Qué
decepción sería que alguien nos pidiera fe y que se limitara a que todos
actuáramos parejitos en esa falsa devoción de cánticos litúrgicos a todo
volumen y oraciones con golpes de pecho. Mi fe es la que corresponde a mi
experiencia. Maldita sea la iglesia, que está en un terreno que no le
compete. Y cuando refiero a la experiencia quiero recordar que la
experiencia no tiene que ver exclusivamente con la ciencia. Cuántos
problemas ha habido en la historia que surgen desde la tontería de un
malentendido lingüístico. Hacer una guerra porque lo que alguien más
entiende por experiencia es distinto a lo que yo mismo creo de
ella es vano y vergonzante. La experiencia no está ligada a la
comprensión de las cosas mediante el contacto racional con ellas. La
experiencia está ligada a la fe, en el sentido en que usamos nuestra intuición
para medianamente pasar por la vida sin muchos rasguños. No sé si lo
había comentado en otro texto reciente. No me acuerdo. Pero la
cuestión es que la única forma de aproximarse a la vida, y al mundo —y no sólo
al mundo de las cosas— es con la experiencia propia. No se puede entender
desde el entendimiento de los demás ni desde lo demás. Hay experiencias
que pueden comportar el mundo de las ideas, y no por ello uno tendrá más o
menos fe. La fe no se mide (si pudiera medirse) en qué tan ignorante se
es como para someterse en un silencio de falsa santidad. Se mediría en
atributos plenamente humanos: autodeterminación, integridad, conciencia.
No sé
si el dios cristiano esté en todos lados, aunque de acuerdo a los regaños que
me he llevado en algunos templos, parece que se encuentra exclusivamente en los
sagrarios, y que resulta que hasta la espalda le he dado —vaya a saber cómo, si
realmente estuviera en todos lados le daría la espalda siempre, al igual que le
estaría siempre de frente—. Si las instituciones fueran congruentes, no
habría faltas de respeto minuciosamente premeditadas, ni excomuniones, ni
miedos de ataque, ni sistemas judiciales que afectan más de lo que
ayudan. Me puedo poner de rodillas ante la custodia —símbolo cómodo y
convencional de la deidad—, o me puedo poner de rodillas frente a un árbol o a
un río, y sería exactamente lo mismo, excepto que ante el río me sentiría
conmovido por el sonido del agua, y revitalizado por el viento en la
cara. Me sentiría a decir verdad mucho más en contacto con lo divino que
en esas jaulas de piedra que han sido los templos. No quiero sonar
panteísta, ni newage, y en realidad no quiero sonar de ningún modo. Sólo
pienso en aclarar mi supuesto de que hay nociones humanamente necesarias (como
la religiosidad) y humanamente inevitables. Y pienso que bastantes
crímenes se han cometido ya por defender un particular mundo ideológico.
El hombre es su propio hermano universal, su propia institución absoluta.
No necesita de símbolos vacuos. No en estos días. No sé por qué
estoy tan deseoso de hablar de lo que hablo, cuando me queda claro que aquí no
va. O bueno, creo que sí sé: todavía no he sido condenado, no en este
peculiar ámbito digital donde mi opinión todavía es tomada como lo que es: mi
opinión. No la de mis gobernantes, ni la de mi iglesia, ni la de mi
escuela; la mía.
He
querido hacer permanente la línea de la lectura de la realidad como un proceso
materialmente imposible. Pero concuerdo, es verdad, con que la realidad
se lee en todo lo que es susceptible de exigir lectura. Todo es texto,
finalmente. Y aunque de pronto parezca una apología ante la
individualidad, o ante el derecho de no ajustarse a un criterio académico, creo
que nadie puede no leer el mundo y sus acontecimientos. Afortunadamente nos
adaptamos bastante bien.
" la racionalidad conduce al vacío..."
ResponderBorrarEstuvo madurando usted la lectura del mundo y ha percibido su densidad con pureza. Podría destacar otras cosas mas tendré tiempo. Somos modernos, nos importa más releer bien que enterarnos a la primera. Y además, estamos en la atención dialéctica. Queremos percibir el mundo como un rumor claro y unánime. Es un privilegio y un descubrimiento leerle hoy: un deleite para el espíritu, como la música.
Que la "experiencia está ligada a la fe" es un aserto maravilloso, me ha recordado a los místicos españoles y a los jazzman, ambos obsesionados por la pureza de la intuición.
ResponderBorrarDice usted admirablemente: un rumor unánime. Ha sintetizado en muchas menos palabras lo que yo he buscado a tientas en tanto párrafo. Me honra ahora usted, estimado Manuel, no con uno sino dos comentarios, y sobre la fe es claro que coincidimos: es ciertamente esa intuición de los jazzman, una fe secular. Saludos.
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