abril 25, 2012

Lectura de la realidad

Obligado amerizaje de mi atención en un tema que me es mayormente desconocido y que a estas horas no me interesa ni quiero fingir que pueda interesarme jamás.

Soy un tramposo, eso lo sé muy bien.  Me la paso escribiendo lo que sea con tal de demorar un poco la llegada de los temas que son verdaderamente pertinentes.  Sé que me conduzco ―deplorablemente, lo acepto― en un modo que podría calificarse de hedonista, al menos en cuanto a cultura se refiere.  Porque es muy cierto que consumo únicamente lo que me interesa, y la actualidad nacional no es una de esas cosas.
Ahora: quiero que se entienda que esto lo digo en parte porque ya es tarde, y en parte porque de verdad lo creo.  Pero de ningún modo quiero jactarme de que esto que estoy haciendo valga la pena —casi nada lo vale—, y mucho menos quiero cotejar lo que yo pueda decir contra el trabajo de mis compañeros.  Simplemente hago un juicio (de corto criterio, si se quiere) en base a lo que he visto en estos tres años y medio; y la cuestión es que es fácil ver que a nadie le importa nada.  Habrá muchos que pasen la carrera de muertito, y habrá quienes no hayan tenido, en cambio, un solo día de tranquilidad.  Pero a quienes por meses y meses nos importó poco o nada el destino de estos especímenes, a un semestre de la salida final de este túnel escabroso empieza a sabernos a injusticia y a menoscabo la suma tibieza de los procedimientos.
Se yergue una primera postura aparente: si te esfuerzas en la carrera, te va más o menos bien.  Si no te esfuerzas en la carrera, también te va más o menos bien.  Si no tienes destellos genuinos y personales en tu mente, pero te ganas el pronto favor de la gente al mando, puedes desarrollar una alta posibilidad de titularte por excelencia.  Se parece ―demasiado desagradable como para quedarse en el puro folclor— a aquello de que si uno se preocupa se muere.  Y si uno no se preocupa, también se muere.
Jamás me han importado las calificaciones numéricas, en el sentido en que por años me han hecho ver que se trata más bien de una descalificación.  Es decir, el maestro ya no tiene que ser siquiera un conocedor de nada.  Basta con que sea un vulgar negociador.  El alumno no es acreedor a una calificación máxima de 10 (somos culturalmente muy decimales); por el contrario, es merecedor de que se le resten continuamente.  El máximo numérico no es una aspiración que corresponda al ingenio y la creatividad.  Es una medida coercitiva sujeta a estipulaciones imbéciles.
Calificación.  Qué mentira más grande.  Nido de avispas, es un festín de métodos conductistas y posturas podridas de hace siglos.  La calificación sería una estimación subjetiva —porque así son los números, quién lo diría— del desempeño intelectual de un alumno, y no un premio o un castigo por hacer o dejar de hacer las cosas.  Si van a esta conferencia les doy un punto más.  Si entran tarde les quito dos.  Si traen todos sus trabajitos muy bonitos y engargolados es medio más.  Compre dos, lleve tres.  Alumnos ciegos es lo que somos, que entramos en el juego de compra y venta cuando la cualidad siempre ha antecedido a la cantidad.  La calidad humana no se compra, pero preocuparse por un número es aceptar el yugo, es gritar a los cuatro vientos nuestra plena disposición al sometimiento.  Y cómo no nos va a importar, si la beca, y la situación en casa, y el dinero no es un juego, y etcétera.  Pero los maestros de hoy [muchos] han perdido el don de la enseñanza —no digo vocación, porque no existe tal cosa—, y su única forma de control son diez puntos nuevecitos y listos para descontarse.  Exactamente en donde está lo divertido de eso.  En dónde se pretende que admiremos la docencia.
Me gusta creer que hablo de este modo por aquello que ya decía en otra entrada: desconozco lo suficiente sobre todo y sólo así concibo cierta holgura.  Si lo supiera todo tendría miedo de ser como un pez que está atrapado en un recipiente que tiene su misma forma.  Debo decir, antes que esto se desperdigue por rumbos más borrosos —seguro que lo hará— que yo soy el principal adepto cuando de leer la realidad se trata; en mi propio modo: trabajoso, rupestre, alejado de todo estándar de pragmatismo, pero mío al fin.  La cuestión es que la realidad, lo saben algunos, es impensable si no es a través de significantes convencionales: imagen acústica, objetos conocidos.  Y para quienes ya nos dejamos contaminar por libritos aparentemente tan inofensivos como Derrida y compañía, es inútil volver la vista atrás.  La realidad no puede únicamente ser eso que la civilidad nos dice que es.
En mi vida académica me he encontrado debatiéndome continuamente entre la postura en que se me instruye —siempre aceptada de modo general por buena e inapelable―, y la mía, siempre subyacente, siempre en conflicto.  Pero es bueno tener un una división tan marcada que me señale dónde termina lo que me dicen y dónde inicia lo que creo.  Ahora mismo me siento en una lucha continua entre el deseo de hablar yo y nada más yo (el camino fácil), y tratar de tejer mi propia noción de las cosas en los intersticios de los temas que culturalmente podrían tener algún interés. 
Creo que la acusada posmodernidad de nuestro tiempo nos obliga a que aceptemos muchas cosas.  Y en gran medida me parece una de las pocas cosas humanamente rescatables de este tiempo.  Para mí, por ejemplo, es muy natural aceptar con naturalidad conflictos que para la generación de mis padres son ultraje o escándalo.  Para mí, también, es más fácil entender que la opinión del otro es la opinión del otro, y que probablemente nada surgirá de insinuarle que la opinión propia es mejor.  Exigir credibilidad está pasado de moda.  Con la diversidad vertiginosa con que las cosas nos acechan no tenemos ya el derecho de proclamar el valor de una cosa sobre otra.  Sólo podemos aceptar que existen y que las odiamos o no tanto.  Es como lo que está sucediendo en la religión.  Creo firmemente que la religión como invitación a un comportamiento dogmático dejó de ser significativa hace varias décadas.  No sirve porque el hombre ya siente que sabe demasiado.  En el fondo no sabemos nada, porque todo lo que sabemos está hecho de palabras, o de imágenes que comprendemos —que creemos comprender— porque tienen una palabra que las nombre, o de sonidos que corresponden universalmente a cosas que están debajo de todo.  El hombre está extraordinariamente perdido, y nada puede salvarlo.  Mucho menos una sugerencia de rito, que por factores contemporáneos resultan vacíos e insignificantes.
Cabría señalar que otras religiones no están tan al borde del vacío como los católicos, que nos gusta hacer piñatas, y tener guardias suizas y santos por todos lados.  Pero no hay a cuál irle.  En este ámbito (el religioso) soy un marginado.  Y comprender la postura propia de este modo tiene sus cosas buenas, porque puedo decir que a lo que aspiro, en todo caso, es a una espiritualidad sin nombre y sin renglones—.
Me parece absolutamente natural que la iglesia esté tan resquebrajada.  Me parece normal que haya registro de tantos cismas.  Esto no es sino un síntoma saludable, un indicio de que la costra por fin se está agrietando.  Quizá debajo de tanto hielo vuelva a correr el agua, fresca y verdadera por fin.  Cisma de Oriente, de Occidente, llamémosle como sea.  Uno no lleva registro de los témpanos que van derruyéndose en los glaciares, ni los bautiza como pedacito uno, pedacito dos.  Vaya todo al demonio, sólo sabemos que un bloque, otrora impenetrable, se está deshaciendo, y que así pensemos en bloques diversos e individuales, (política, cultural, socialmente…) no hay band-aid que pueda pegar dos trozos de hielo.  No hay cambios qué hacer, excepto los que tienen que ver con la vida.  Siempre la vida.  Es lo único valioso.  Tanto tiempo en la tierra y no acabamos por entender nada.
Creo que leer la realidad es una cosa que tiene que ver con la modernidad.  Hasta donde conozco, la modernidad nunca aceptó medias tintas en ninguna de sus facetas.  La modernidad ha sido, en mi vida, una invitación horrible, que me seduce en ciertos episodios, que me repugna en otros.  No me gusta decirlo porque no sirve de nada, pero es cierto que vivimos un esquema que no es el de la modernidad, se llame como sea.  Y no hay ningún orgullo en esto.  Admiro más a los modernos por lo que son, aunque los odio más fácilmente al juzgarlos desde fuera.  Admiro la modernidad como ideal de pureza, como símbolo cumbre de los logros de la razón.  Aunque por supuesto, ya hablando en estos términos, podemos dirigir la mirada a toda la maniobra nazi, un proceso calculado hasta su más último detalle.  Los crímenes de la razón, a la par de sus logros.
Razonarlo todo no ha parecido funcionarle muy bien al hombre.  Y ahora caemos al otro extremo: el abismo del sinsentido, el vacío, los significantes arbitrarios, la mezcla, la pérdida de identidad.  A mí me gusta la modernidad como ideal, sobre todo en términos artísticos. (Lo posmoderno no suele pasar de lo kitsch o la remanencia del pop art).  La pintura moderna, lo recordamos ya de los muy largos debates desde Greenberg y todos esos, es pintura antes que otra cosa.  Esto equivale a decir que a su autor no le interesó retratar a una mujer ni pintar un paisaje.  No le interesó nada excepto la pintura por sí misma.  Y entonces nos topamos con cuadros como los de Malévich, su negro sobre negroblanco sobre blanco…  Queda en evidencia la técnica.  Queda al desnudo la noción incontrovertible de que la pintura es una pintura, y no una referencia a la realidad.  Cuando se pinta un paisaje, la pintura es referencia de ese paisaje, y lo más importante es el cómo luce ese paisaje, antes que el qué de ese paisaje, es decir, los colores que le dan sustento en un marco,  el estilo de la pincelada, todo lo que trae al paisaje a un pedazo de tela y que implica llanamente al lienzo y al óleo.
Me parece que hay cosas que llanamente deberían quedarse para siempre en el espacio para el que fueron propuestas.  Es decir, la música está ligada desde su naturaleza a la escucha y a la emotividad humanas.  Tiene antes un vínculo sensual y afectivo con la mente que otro —lógico o verbal— con la razón.  Y pongo lo que escuché alguna vez en un documental de la BBC: la música es la única forma artística que impacta antes en la sensibilidad que en la razón (hasta ahora no ubico ninguna variante de actividad humana que procure desenvolverse en el mundo de los aromas, al menos no en un sentido estético, de lo contrario podría numerarse antes que la música).  El oído es un órgano frecuentemente enunciado por debajo del ojo.  Se diría que es más primitivo.  Y no quiero referirme con esto a su precariedad anatómica o una insinuación de menoscabo entre los otros sentidos, sino a su funcionamiento; lo comparo al olfato en la medida en que el olor de las cosas trae recuerdos inapresables, inubicables.  Recordamos con un perfume una sensación, un miedo, una persona, y no tanto un momento concreto.
Una melodía puede traer la noción de un arrullo, de una canción de cuna olvidada, la extrañeza de la infancia perdida.  El sonido no es inteligible verbalmente.  Entre el oído y la mente no media nada, no hay ningún freno.  La música entra e impacta con toda su fuerza en la memoria.  Es mucho lo que puede decirse de la música, pero siempre en base a la sensación.  Es decir, cuando entramos al mundo acolchado de los audífonos, no vamos previendo la música, adelantándonos a los sonidos con minuciosos razonamientos sobre su construcción; el razonamiento —si es que lo hay— es siempre después: el sonido se produce, lo percibimos sensualmente, y sólo después podemos incurrir en el desperdicio de definirlo verbalmente.
El ojo es otra cosa si hablamos en estos términos: no se deja conmover tan fácilmente.  Y así podemos ver que la gente en los museos dirige la mirada antes a las explicaciones que hay debajo del cuadro que a la pintura como tal, y todos van a leer lo que alguien dijo de la pintura, su título, su técnica y sus medidas.  El ojo es más miedoso porque es más dependiente de la razón.  Podemos decidir no querer ver, podemos decidir cerrar los ojos.  No podemos decidir dejar de escuchar —para quienes compartimos la bendición de la escucha—.  Los impulsos lumínicos que inciden en el nervio óptico no son suficientemente intensos como para generar su propio sentido.  Antes tenemos qué interpretarlos, tenemos que reconocerlos.  La noción visual de una pared se corresponde con la imagen acústica de lo que los fonemas que integran la palabra pared son capaces de evocarnos y viceversa.  El entendimiento, para mí, se oculta en un lado que no es la palabra, dependiendo socialmente de ellas para la interacción con otros entendimientos, pero diferente del todo en su origen al de la naturaleza verbal.  El mundo no es ni de imágenes ni de palabras.  Es  todo lo otro, todo lo contrario.
Decía Andrés Amorós sobre las palabras, si serían como una botella empolvada de vino que impide ver el líquido que contiene; o un tanto más optimista: como una servilleta envolviendo un pan, y adentro la harina y la fragancia esponjándose.  En los dos casos hablamos de una especie de envoltura, una cáscara.  Ladrillo debería contener la noción ilocutiva de ladrillo.  Lo que nos interesa es el interior de ladrillo, la comprensión total de lo que es un ladrillo disfrazada de ladrillo, [que lamentablemente suena justamente como la palabra ladrillo que significa lo que entendemos con ese sonido (…) y así sucesivamente].  Etcétera. 
No sé si todo esto se dejará leer en los lindes del sinsentido.  Pero lo escribo como lo voy pensando, sin permitirme releer para no destruir lo poco de genuino que haya en esto —si es que lo hay—.  Es del anterior modo como encuentro deplorable la pauta fingida de la comunicación escrita, la necesidad de críticas, de opiniones, la necesidad de expertos.  En este tiempo, procedemos antes a definir las cosas que a palparlas directamente.  Somos una generación de cobardes, escudada en el absurdo de lo cotidiano, los ritos premeditado.  Tan corta es la vida, como se propondría en la excelente Waking Life, como para pasárnosla en saludos vanos en la calle, buenosdías, felizcumpleaños.  Actuamos una vida en la que interpretamos el papel de que somos humanos.  Pero no queda nada de legítimo en nuestro comportamiento.  Queda únicamente el intelecto hasta la muerte: la definición, la ciencia, el dato duro, lo infrahumano.
La modernidad es un ideal.  Eso ya lo dije.  Pintura hecha a partir de la pintura (o sea, pintura y nada más).  Música hecha de música (la más moderna de las artes).  Cine hecho de cine, un gran conflicto porque el cine, lo sabemos, no es un material.  Es un proceso encadenado a la técnica que le da fundamento.  Se quita la cámara, se quita el rollo de película fotosensible y dónde quedó el cine.  Pero es un ideal, y hay cine moderno.  Como seres sensibles, nos será siempre más fácil ver un paisaje que ver un lienzo lleno de salpicaduras oscuras.  Nos será más fácil ver una película que nos entretenga, a una película de verdad, sin género ni compromisos cultural y arbitrariamente insertados.  Y esto puede ser porque la racionalidad conduce al vacío.  No sé quién nos habrá dicho que podíamos ser totalmente racionales, pero se equivocó gravemente.  En la raíz de los males está nuestra necedad por racionalizarlo todo.  Me acordaré siempre de la oposición clásica en semiótica: todas las cosas son comprensibles porque existe su opuesto.   El así llamado bien sólo existe en la medida en que es opuesto del mal, y viceversa.  El bien cobra sentido porque la vida es capaz de cosas que son clasificadas en el otro extremo.  El extremo equivocado.  Me parece un debate verdaderamente estúpido a estas alturas de la existencia ponerse a recordar si hay buenos y malos.  Si no hubiese punto de comparación, de que nos serviría ser unos santos.  Necesitamos de lo más bajo del mundo, de la corrupción, de la inmundicia, la vileza, con tal de que algunos puedan ser santos.
No sé si estoy tocando el punto que pretendía y si no lo toqué ya ni modo.  Ya habrá tiempo —nunca de sobra— para desgastarme todo lo que quiera en esos terrenos pantanosos que a nadie le han servido nunca de nada, pero que de todos modos yo, justo ahora, soy capaz de pensar.  Si lo he pensado existe, nadie me va a decir que no.  Lo malo es que está primero comer que ser cristiano y ahí es dónde.
Me acuerdo todavía de dónde vengo: vengo de la lectura de la realidad.  Y todo este discurso enorme y —probablemente— intragable es un síntoma oscuro de mi hastío ante la conducta del opinar por opinar.  La opinión siempre existe y es siempre voluble, porque es un juicio momentáneo.  No aceptamos la responsabilidad de condenarnos para siempre por lo que decimos.
Qué sucede realmente en México.  Cómo acercarse siquiera a una noción por lo menos parecida a la verdad de lo que ocurre en el país.  Es una confusión enorme, en todos los sentidos.  Sería gastado e imperdonable ponerse a recapitular tragedias históricas y la tradicional desigualdad de la que ya tantos hablaron hasta la náusea.  Pero, vinculado con todo lo que he estipulado, creo que el mexicano ha dado demasiado por sentado la realidad.  Políticamente los cambios no llegan porque parece que la gente considera que no hay mucho qué hacer contra las pautas hegemónicas.  Y es justamente este comportamiento lo que nutre la hegemonía.  Por poner un ejemplo: dar por sentado un gobierno panista en Guanajuato, puede ser la razón principal de que el panismo perdure.  Es una apatía gravísima que nos tiene paralizada la voluntad.
No hay tal cosa como una realidad.  Y si la hay es mero trámite entre el mundo físico y el entendimiento.  Necesitamos de una realidad para la interacción, para el funcionamiento social más básico.  No podemos andarnos por las ramas que hayan propuesto Aristóteles o Heidegger (qué más quisiéramos).  Como decía un estimado maestro de apreciación musical: el canto gregoriano está muy bien, pero después de un rato uno sí dice yo sí me echaba un filetito.
Lo mundano nos ata —quizá para bien— a lo que nos atañe humanamente.  Quién querría vivir un día antes que hoy.  Vivir fuera de contexto, fuera del tiempo, es amoral.  Lo único verdaderamente amoral en que puede pensar alguien que confía tan poco en el sentido de una palabra tan torpe como lo es amoral.  Creo que uno de los grandes problemas de la actualidad es la tremenda falta de actualización de las instituciones.  Y no es una falta de actualización que refiera a lo meramente discursivo, sino una gravísima indiferencia, demostrada repetidamente hacia el cuidado de los intereses humanos —la gente antes que los recursos— y que está en la raíz de cada estructura.  Es notoria, también, la gran indiferencia hacia el mundo de los jóvenes, exaltándolos demagógicamente como el futuro de las naciones, ignorándolos tajantemente en la práctica.  La política acusa la apatía del electorado joven.  La iglesia apunta con el dedo su falta de espiritualidad.  Las instituciones se quejan de ellos pero ninguna los incluye activamente.  Me ha tocado que la generación de mis abuelos y de mis padres, sean generaciones que se quejan de la falta de espiritualidad del mundo contemporáneo.  Pero sólo eso hacen, quejarse.  Y no hablo de mis padres y mis abuelos: hablo del hueco horrendo que ha quedado entre generaciones, el vacío insondable entre dos islas mutuamente excluyentes.
Me gusta pensar que estamos en una transición cabal —recordando también aquel incentivo del bono demográfico— donde lo más oscuro del oprobio tiene que hacerse notar para quemar de tajo la deshonestidad que nos cargamos.  Seremos más jóvenes que nunca, de acuerdo.  Seremos la más extensa generación en edad laboral en mucho tiempo.  Y esperemos esto no signifique que será también la más extensa generación en haber sido ignorada.
Se reincide, exhaustivamente, en nuestras tendencias retrógradas, nuestra indiferencia, nuestro encaprichamiento.  Lo que yo no entiendo es cómo existiendo esta gran conciencia de la situación mexicana en tanta gente, el cambio se hace esperar.  Yo podría hablar, por ejemplo, de la gran fe que tengo en mi generación, y podría hacerlo sin caer en atribuirle un papel redentor.  Pero esta fe la conservo porque veo que muchos compañeros tienen planes, pasiones que todavía los conducen con cierta intensidad pese a la desilusión rampante de lo cotidiano.  Esto será siempre bueno, y creo que cualquier persona que todavía desee hacer algo en su vida, es de algún modo una garantía de que hay gente queriendo concretar proyectos, queriendo demostrar su humanidad.  Mi generación no tiene ningún estigma de conflictos agrarios, ni de tierras perdidas, ni fortunas requisadas.  No hay ningún pasado maltrecho que impida generar una perspectiva distinta.  Si en algo creo que la juventud presente aventaja a la generación anterior, es en que no se lamenta todo el tiempo.  Incluso si es ignorancia, qué más da si se piensa como un estado transitorio que permita despojar la cáscara de lo que México significa en la historia.
Lo que nos mantiene maniatados no es solo nuestra actitud, nuestro gusto por ser robados; no reside únicamente en nuestra falta de educación.  Reside, creo yo, en que todavía somos los de antes.  Necesitamos morirnos, necesitamos olvidarnos de que a nuestro bisabuelo lo mataron los cristeros.  La historia sugiere posibles caminos a tomar, de acuerdo.  Y brinda pistas para analizar y leer la realidad (quiero creer que esta frase refiere a los signos del tiempo y no a otra cosa).  Pero las respuestas no están en el pasado.  Cuánto tiempo pasará para que se deje de considerar de este modo.  Probablemente ese gran conflicto que hay entre adultos y jóvenes, ese abismo de incomprensión entre lo que de un lado se piensa apatía y del otro actitud proactiva, sea un signo innegable de que podrá venir gente que no está atada, que está hermanada con la gente de su país en un sentido completo, y no sólo en el futbol.
Amanece.  En este punto no estoy seguro de nada de lo anterior y no sé realmente de qué estoy hablando.  Creo que hay una tendencia arborescente en mis intentos dialécticos.  Cada enunciado se abre invariablemente en dos, de tal suerte que al terminar (“terminar”) un texto, siento que no dije ni la mitad de lo que quería y que pude tomar otros caminos que quizá habrían llegado a mejor término.  Ojalá y todo fuera total y siempre.  Ojalá pudiera extraerse el pensamiento de un momento particular y entregarlo a los demás como una especie de objeto físico terminado.  Como si fuese un cubo transparente que alberga todos los sonidos, o todas sus combinaciones.  Pero no: habrá carencias siempre.  Omisiones.  No quiero soltar la línea que llevaba (medio metafísica, ni modo.  Así es el Rodolfito).
Leer la realidad es para mí algo que debería estar más allá del análisis historiográfico.  Seguramente digo esto porque yo, de entre los desinformados, soy el peor.  Pero recordando nuestro mundo posmoderno: quién me dirá que estoy mal.  Acepto que hay un torrente desbocado de signos en lo que acontece cada día.  Pero uno no puede sentarse a analizarlo intelectivamente y a escribir conclusiones en un libro, y enarbolar arengas incendiarias.  La acción pueda estarse ya produciéndose, soterradamente porque viene de una generación sin discurso.  Una generación muda y entorpecida por la tecnología.  Pero cómo juzgaremos esto.  ¿Con los ojos del pasado?  Estamos en un período de nada.  En el lodo, se diría.  No ha habido progreso destacado en ningún sentido.  De eso nos ha servido tanto análisis.
Yo de política no hablo, y cuando digo algo es únicamente para cerciorar mi extremada ignorancia en el tema o para lanzar al viento posturas inventadas.  Pero también resulta que de política no hablo porque para mí no tiene nada que ver con nada.  La democracia lleva el error de que no acaba por ser una asamblea —además que sería imposible— y que los representantes no representan.  Hasta ahí lo sabemos de memoria todos.  Si algo me quedaré rumiando más o menos contento es considerar el poder de la acción individual cuando esta tiene que ver con una mejora de las condiciones del ámbito propio.  Y ya había dicho esto: mi vida y sus posibilidades están antes en mis manos.  Cuán ajena es al espectáculo que tienen montado en la esfera política, sólo yo lo sabré.
Debo concluir de algún modo.  No sé si mis párrafos anteriores me llevan congruentemente a concluir justo en este punto.  Sé algo sobre mi forma de construir textos: han sido, toda mi vida, un solo texto, lineal y continuo.  Y me parece que así debería ser, y así se nos debería instruir: soy yo el que habla, he sido siempre el mismo en tantas hojas en toda mi vida académica.  Hablaré siempre de lo que me preocupa e intentaré relacionar lo que no me preocupa con mi vida.  Y lo que no alcance a engancharse de ese modo en mi memoria es lo que no sirve.  Si hubiera un gran tema en mi discurso, sería tal vez la fe.  Y en este punto me cuesta no sentirme raro, porque fe es una palabra que me disgusta.  Pero ya se sabrá lo que quiero decir.
Actualizarse será siempre un gran acierto en cualquier ámbito.  Ya algunos refutaron el racionalismo de Descartes en defensa del hombre: no todas las actividades humanas tienen que ver con la razón, muy de acuerdo (con la experiencia ya entramos en otro ámbito, yo sí siento que todo tiene que ver con la experiencia).  Bien que mal la gente (algunos) sigue leyendo, sigue viendo películas, sigue gustando de los atardeceres, del sonido del mar, de los campos, de los árboles.  Por supuesto que somos una especie depredadora, pero eso luego.
Por lo pronto, creo que esa comunión —precaria, pero comunión al fin— con el mundo, es la más alta espiritualidad a la que nuestro mundo moderno nos permite aspirar.  Y no está tan mal.  Siento que llegar de rodillas, sangrando, a los templos, no es ninguna muestra de fe, cuando sí de imbecilidad.  Ya no somos cavernícolas como para llamarle dios al fuego y adorar al rayo.  Ni le tememos al viento ni al mar, menos a la noche.  Empecinarse en mantener ritos de clara procedencia mágica es pecar de anacrónico.  Mis padres, mis abuelos, dirán que en cada generación el sistema de valores cambia y modifica su orden en la escala.  Y estoy de acuerdo.  Y dirán también que ellos tienen fe.  Y cómo decirles que no.
Pero nuestra generación también tiene fe.  Y ha demostrado la virtud de observar el pasado como referencia de consulta y no como anclaje perpetuo.  Quizá la nueva generación tiene mucha más fe que muchos de los adultos que la rodean (la fe no es mesurable, lo sé).  Pero se me dirá entonces que mi fe no es equiparable a la de ellos porque yo no rezo en voz bajita con los ojos cerrados, y no entiendo lo que la gente hace hincada después de la comunión, etc.  La fe no puede ser únicamente eso.  Qué decepción sería que alguien nos pidiera fe y que se limitara a que todos actuáramos parejitos en esa falsa devoción de cánticos litúrgicos a todo volumen y oraciones con golpes de pecho.  Mi fe es la que corresponde a mi experiencia.  Maldita sea la iglesia, que está en un terreno que no le compete.  Y cuando refiero a la experiencia quiero recordar que la experiencia no tiene que ver exclusivamente con la ciencia.  Cuántos problemas ha habido en la historia que surgen desde la tontería de un malentendido lingüístico.  Hacer una guerra porque lo que alguien más entiende por experiencia es distinto a lo que yo mismo creo de ella es vano y vergonzante.  La experiencia no está ligada a la comprensión de las cosas mediante el contacto racional con ellas.  La experiencia está ligada a la fe, en el sentido en que usamos nuestra intuición para medianamente pasar por la vida sin muchos rasguños.  No sé si lo había comentado en otro texto reciente.  No me acuerdo.  Pero la cuestión es que la única forma de aproximarse a la vida, y al mundo —y no sólo al mundo de las cosas— es con la experiencia propia.  No se puede entender desde el entendimiento de los demás ni desde lo demás.  Hay experiencias que pueden comportar el mundo de las ideas, y no por ello uno tendrá más o menos fe.  La fe no se mide (si pudiera medirse) en qué tan ignorante se es como para someterse en un silencio de falsa santidad.  Se mediría en atributos plenamente humanos: autodeterminación, integridad, conciencia.
No sé si el dios cristiano esté en todos lados, aunque de acuerdo a los regaños que me he llevado en algunos templos, parece que se encuentra exclusivamente en los sagrarios, y que resulta que hasta la espalda le he dado —vaya a saber cómo, si realmente estuviera en todos lados le daría la espalda siempre, al igual que le estaría siempre de frente—.  Si las instituciones fueran congruentes, no habría faltas de respeto minuciosamente premeditadas, ni excomuniones, ni miedos de ataque, ni sistemas judiciales que afectan más de lo que ayudan.  Me puedo poner de rodillas ante la custodia —símbolo cómodo y convencional de la deidad—, o me puedo poner de rodillas frente a un árbol o a un río, y sería exactamente lo mismo, excepto que ante el río me sentiría conmovido por el sonido del agua, y revitalizado por el viento en la cara.  Me sentiría a decir verdad mucho más en contacto con lo divino que en esas jaulas de piedra que han sido los templos.  No quiero sonar panteísta, ni newage, y en realidad no quiero sonar de ningún modo.  Sólo pienso en aclarar mi supuesto de que hay nociones humanamente necesarias (como la religiosidad) y humanamente inevitables.  Y pienso que bastantes crímenes se han cometido ya por defender un particular mundo ideológico.  El hombre es su propio hermano universal, su propia institución absoluta.  No necesita de símbolos vacuos.  No en estos días.  No sé por qué estoy tan deseoso de hablar de lo que hablo, cuando me queda claro que aquí no va.  O bueno, creo que sí sé: todavía no he sido condenado, no en este peculiar ámbito digital donde mi opinión todavía es tomada como lo que es: mi opinión.  No la de mis gobernantes, ni la de mi iglesia, ni la de mi escuela; la mía.
He querido hacer permanente la línea de la lectura de la realidad como un proceso materialmente imposible.  Pero concuerdo, es verdad, con que la realidad se lee en todo lo que es susceptible de exigir lectura.  Todo es texto, finalmente.  Y aunque de pronto parezca una apología ante la individualidad, o ante el derecho de no ajustarse a un criterio académico, creo que nadie puede no leer el mundo y sus acontecimientos.  Afortunadamente nos adaptamos bastante bien.

3 comentarios:

  1. " la racionalidad conduce al vacío..."

    Estuvo madurando usted la lectura del mundo y ha percibido su densidad con pureza. Podría destacar otras cosas mas tendré tiempo. Somos modernos, nos importa más releer bien que enterarnos a la primera. Y además, estamos en la atención dialéctica. Queremos percibir el mundo como un rumor claro y unánime. Es un privilegio y un descubrimiento leerle hoy: un deleite para el espíritu, como la música.

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  2. Que la "experiencia está ligada a la fe" es un aserto maravilloso, me ha recordado a los místicos españoles y a los jazzman, ambos obsesionados por la pureza de la intuición.

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    1. Dice usted admirablemente: un rumor unánime. Ha sintetizado en muchas menos palabras lo que yo he buscado a tientas en tanto párrafo. Me honra ahora usted, estimado Manuel, no con uno sino dos comentarios, y sobre la fe es claro que coincidimos: es ciertamente esa intuición de los jazzman, una fe secular. Saludos.

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