La caja asegura que: gato 500 mg;
excipiente cbp 1 mg. Nos queda la duda, de todos modos, la incomodidad
extraña de que nuestra cápsula está adulterada; que cuando la abramos veamos
que no sólo trae gato, que probablemente ni siquiera contiene gato. Nos
mintieron, en la farmacia y en todos lados. Nos vendieron el excipiente,
la cáscara que jura que contiene lo que dice que contiene. Pero es una
mera tableta blanca, amarga, soluble.
Ahora mismo todas las palabras anteriores, desde La caja…, y
llegando hasta… que contiene, podrían no ser sino el mismo listado
vulgar de medicinas caducas, de encapsulados huecos, inoperantes,
descompuestos. De cualquier forma en el anaquel lucen muy bien y dan una
idea clara de la postura de su laboratorio, de la irreductibilidad de la patente.
Porque si la palabra fuese un encapsulado sería uno del que no conocemos más
que los colorcitos y el nombre comercial. La poesía es medicina sin
receta (para nosotros, mofinómanos abyectos), sería como sanar desde lo no
recomendado, insistir en que tomaremos alsacia y malva sólo porque nos suena
bien, porque nos gusta la grafía en la caja, porque nos gusta lo
arbitrariamente bello que se inscribe una palabra como monocromo,
parejita, sin eles, sin jotas.
Porque es injusto, el gato de nuestra mente es mucho más que su
adecuación sonora: vibra, dice muchas cosas sin que podamos verterlo
bruscamente al papel. Es un murmullo que se entiende únicamente de ver al
gato, percatándose de que eso (el gato y lo que implica) son reales, mientras
los observamos, al menos. Se puede, el gato está dispuesto a ayudar,
mirándolo fijamente a los ojos mientras maúlla o mientras ronronea o mientras
simplemente no hace nada. Y este murmullo se queda en el cerebro con la
violencia rara de un grito bajo el agua. Y al final /gato/, abierto,
examinado bajo el microscopio, y adentro nunca en definitiva gato.
Sólo imagen acústica, erradicación de núcleos fonocéntricos, palabras y.
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