La aprobación tácita pero de todos
modos inútil de que una mujer joven y atractiva decida sentarse en el lugar
vacío a mi lado; la experiencia invaluable de entender que por la tarde uno
debe sentarse a la derecha del pasillo, (estando de frente el parabrisas), si
no quiere chamuscarse el brazo en el infiernito que es todos los días esta
ciudad; que la calle Alud huele a una mezcla inefable de perro mojado con
aceite y balatas quemadas que de ningún modo terminará por decantarse algún día
en algo entrañable como para que diga soy de León y ya no siento que
esta ciudad huele fatal porque no es cierto, en toda mi vida no voy a
poder tragarme ese olor fantástico de las tenerías. La desesperación
extrema de que la ventana no se abra y ponga así en duda el propósito verdadero
de su existencia: ventilación o broma mordaz al pasajero ingenuo; la
preferencia por sobre todas las cosas de los camiones que tienen la ventana a
la altura del brazo y no a la altura de la cabeza, para ir así con la cara
medio de fuera, ahogándome en el vértigo suave de las calles y del viento
azotando en la nariz. La incertidumbre extrema, rayando en asco, de ver a
los otros pasajeros y distinguir que nadie parece tan desesperado y
enclaustrado como uno mismo. Así vaya la carrocería quemándose a las 3 de
la tarde hay una tendencia inexplicable, que yo puedo únicamente atribuir a una
especie de neurosis colectiva, por mantenerlo todo cerrado. Malditos
sean, apenas llovizna y se les adivina el terror de no me vaya a mojar que
luego mi madre me pega. Tan agradecible es que caigan dos que tres
chispitas del cielo sin párpado de este valle estéril lleno de cardos y
huizaches.
El presagio oscuro de toparse con alguien conocido en el camión, así sea
tu amigo del alma, porque el camión y el hecho de que vayan todos encerrados en
él y además de todo en movimiento reduce las posibilidades de huida una vez sobrepasado
el límite de interacción humana. Sin poder hacer nada el encuentro se
vuelve algo forzado, algo que elimina de tajo la posibilidad de decir te
dejo, tengo que ir al banco o cualquier otra idiotez, porque en la
vida real también todo es protocolo y amabilidad infinita. En el camión
se cae en una trampa mortal. A dónde diantre huyes. Saltar por la
ventana no es una opción (y ya anteriormente comentada la situación de las
ventanas cabe recordar que de todos modos no hay ventanas). El misterio sobre
el que todos tendrán teorías muy elaboradas pero que da más bien flojera saber
a detalle, las famosas barras en las que a todos nos habrán gritado nomás
te encargo que no obstruyas las barras y uno se queda temblando de
pies a cabeza y muy afectado en su sensibilidad y su orgullo, como toda vez que
al chofer le da por abrir la boca para hablar con cualquier persona que no sea
la señora de hasta delante con quien tiene siempre temas muy interesantes qué
desarrollar. Siempre son incoherencias que parecen sacadas de algún poema
autóctono. Y estará también el personaje cómodo que llega y se
sienta de perfil como si lo fueran a pintar, ocupando dos asientos. En
las mañanas, cuando tenía que tomar el camión a las 7 era evidente que subía
dormido. Y en ese estado, sobre todo si la noche anterior había implicado
un desvelo importante o una ausencia total de descanso, todo se vuelve un
detalle espantoso, criticable, la disposición de la gente, su actitud, sus
peinados, sus cachuchas y lentes negros para taparse quién sabe cuál sol al
amanecer, sus audífonos que no alcanzan a disimular una progresión death metal
completamente inexplicable y aborrecible a esas horas de la madrugada, el
constante tironeo destemplado de frenos y velocidades mal embragadas, choferes
rabiosos siempre al borde de un problema cardiaco serio. El pssssss que
invariablemente ha de sonar el algún lugar del vehículo y que no se sabe si es
un suspiro triste que suelta la máquina por el trato que le dan, o una
extensión misteriosa de las patologías psíquicas del chofer.
Y sé que dentro de cinco semanas habrán sido cuando menos 2000 idas y
venidas en esa ruta y ahora veo que no la extrañaré. Que, por el
contrario, la odio profundamente.
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