abril 25, 2012

Sobreestimación [210511]

La aprobación tácita pero de todos modos inútil de que una mujer joven y atractiva decida sentarse en el lugar vacío a mi lado; la experiencia invaluable de entender que por la tarde uno debe sentarse a la derecha del pasillo, (estando de frente el parabrisas), si no quiere chamuscarse el brazo en el infiernito que es todos los días esta ciudad; que la calle Alud huele a una mezcla inefable de perro mojado con aceite y balatas quemadas que de ningún modo terminará por decantarse algún día en algo entrañable como para que diga soy de León y ya no siento que esta ciudad huele fatal porque no es cierto, en toda mi vida no voy a poder tragarme ese olor fantástico de las tenerías.  La desesperación extrema de que la ventana no se abra y ponga así en duda el propósito verdadero de su existencia: ventilación o broma mordaz al pasajero ingenuo; la preferencia por sobre todas las cosas de los camiones que tienen la ventana a la altura del brazo y no a la altura de la cabeza, para ir así con la cara medio de fuera, ahogándome en el vértigo suave de las calles y del viento azotando en la nariz.  La incertidumbre extrema, rayando en asco, de ver a los otros pasajeros y distinguir que nadie parece tan desesperado y enclaustrado como uno mismo.  Así vaya la carrocería quemándose a las 3 de la tarde hay una tendencia inexplicable, que yo puedo únicamente atribuir a una especie de neurosis colectiva, por mantenerlo todo cerrado.  Malditos sean, apenas llovizna y se les adivina el terror de no me vaya a mojar que luego mi madre me pega.  Tan agradecible es que caigan dos que tres chispitas del cielo sin párpado de este valle estéril lleno de cardos y huizaches.
El presagio oscuro de toparse con alguien conocido en el camión, así sea tu amigo del alma, porque el camión y el hecho de que vayan todos encerrados en él y además de todo en movimiento reduce las posibilidades de huida una vez sobrepasado el límite de interacción humana.  Sin poder hacer nada el encuentro se vuelve algo forzado, algo que elimina de tajo la posibilidad de decir te dejo, tengo que ir al banco o cualquier otra idiotez, porque en la vida real también todo es protocolo y amabilidad infinita.  En el camión se cae en una trampa mortal.  A dónde diantre huyes.  Saltar por la ventana no es una opción (y ya anteriormente comentada la situación de las ventanas cabe recordar que de todos modos no hay ventanas).  El misterio sobre el que todos tendrán teorías muy elaboradas pero que da más bien flojera saber a detalle, las famosas barras en las que a todos nos habrán gritado nomás te encargo que no obstruyas las barras y uno se queda temblando de pies a cabeza y muy afectado en su sensibilidad y su orgullo, como toda vez que al chofer le da por abrir la boca para hablar con cualquier persona que no sea la señora de hasta delante con quien tiene siempre temas muy interesantes qué desarrollar.  Siempre son incoherencias que parecen sacadas de algún poema autóctono.  Y estará también el personaje cómodo que llega y se sienta de perfil como si lo fueran a pintar, ocupando dos asientos.  En las mañanas, cuando tenía que tomar el camión a las 7 era evidente que subía dormido.  Y en ese estado, sobre todo si la noche anterior había implicado un desvelo importante o una ausencia total de descanso, todo se vuelve un detalle espantoso, criticable, la disposición de la gente, su actitud, sus peinados, sus cachuchas y lentes negros para taparse quién sabe cuál sol al amanecer, sus audífonos que no alcanzan a disimular una progresión death metal completamente inexplicable y aborrecible a esas horas de la madrugada, el constante tironeo destemplado de frenos y velocidades mal embragadas, choferes rabiosos siempre al borde de un problema cardiaco serio.  El pssssss que invariablemente ha de sonar el algún lugar del vehículo y que no se sabe si es un suspiro triste que suelta la máquina por el trato que le dan, o una extensión misteriosa de las patologías psíquicas del chofer.
Y sé que dentro de cinco semanas habrán sido cuando menos 2000 idas y venidas en esa ruta y ahora veo que no la extrañaré.  Que, por el contrario, la odio profundamente.

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