Método paranoico crítico, segunda iteración;
Iniciar la página en blanco sin pensar en nada excepto la necesidad de llenarla
lo antes posible. Confiar en que tras dos o tres frases estocásticas la
conciencia se encausará automáticamente. Incoar el tercer enunciado con un
verbo que probablemente no habría usado de no haberme topado con cierto escritor
muy querido en la mañana. Comprobar que a la cuarta frase todavía no es hora
que la mente se resigne a entrar en un lugar con paredes. Mi mamá ha llegado a
decirme, decepcionada, que parece que discrimino todo lo nacional por el simple
hecho de serlo. Aunque yo le contesto que no es verdad, por las noches, cuando
todos duermen, lo acepto secretamente y la noción me llena de remordimiento. Me
han dicho que el museo Rufino Tamayo es un lugar que vale la pena visitar,
amargamente pasé ante sus puertas sin poder hacer nada por detenerme y entrar.
Sucede, lastimosamente, que el muralismo y yo nos entendemos poco. Hasta hoy no
conozco alguna pintura de Tamayo que me conmueva. Me interesan sus
transparencias cenicientas, sus líneas rugosas, su desapego casi no tan
político. Me caen mal los muralistas por una cosa: no dejaron de insistir con
insertar una didáctica y una postura ideológica en cada pintura. Eso qué. Vaya,
no digo que no se pueda. ¿Pero por qué tan deliberado? Me parece demasiado
aburrido que la obra, antes que sí misma, sea vehículo de algo que parece que
se le monta arbitrariamente.
El que más me
gusta ―aunque lo digo a la ligera, porque ya dice mi mamá que yo odio lo
nacional― es Siqueiros. Y después Chávez Morado, el único, tal vez, que ha logrado
silenciarme genuinamente y por quien guardo un aprecio respetuoso. Por último
mencionaría a O ‘Gorman, y antes como arquitecto que como pintor. Diego Rivera
me parece incomestible y demasiado cerca de Frida Kahlo como para esbozarle un
aprecio siquiera simbólico.
Siguiendo por la línea que me
sugiere la página todavía vacía puedo decir dos cosas. La primera es que
pretender despertar interés hablando de estas cosas es algo que no se me va a
olvidar nunca por imbécil. La segunda es que me sigo prestando a las trampas
que permite un tema tan generosamente vasto, en este caso hablar de Tamayo y
trazar una imagen más o menos discernible de la precariedad con que todo esto
va hilvanándose.
La ignorancia, si bien está ligada a
la felicidad, es también una especie de cuerda que traza un polígono y se teje
concéntrica hacia una figura inicial, que por costumbre diré que es triángulo.
No saber tiene la ventaja de la sorpresa, una sorpresa triste y ni la mitad de
colorida que la sorpresa verdadera y completa de un niño. La ignorancia, en la
juventud ―y supongo que también en la madurez―, no es la misma que la del niño.
No es una necesidad de estímulo, de información, de sensorialidad. Es más como
un cerrar temprano, un irse prematuramente de la velada. No es una ignorancia
por incapacidad orgánica o fisiológica; es una ignorancia vulgar e indolente.
Ser tan ignorantes nos permite
rellenar los huecos que van quedando mediante toda clase de formas de contenido
irrelevante, nos justifica a traer al papel todo tipo de cosas sin decir nada.
En mi niñez fui dos veces a Ciudad de México con mi escuela; la imagen que
conservaba del lugar era la de la Villa, Tepeyac y alrededores. Esto es, una
ciudad espantosa, llena de humo y comerciantes de estampitas del papa. Muchos
hablaban añorantes de esta ciudad. A mí esta actitud me parecía aberrante.
Infundada.
La tercera vez fui de invitado a
casa de un amigo. Su padre nos paseó fantásticamente. Conocí todo lo que tuve
que conocer antes y no había podido por falta de secularidad en mi escuela. En
la memoria conservo ahora la imagen de un lugar a la altura de cualquier otra
ciudad de matiz por lo menos sutilmente universal; recuerdo con cariño el MUAC,
la sala Nezahualcóyotl, el entramado de sombras verdes sobre Reforma, algunos
edificios del centro, un café incendiándose en Coyoacán, etcétera.
He podido expresarme tan mal de
muchas cosas en mi vida gracias a que no las conozco. Cuando acabo por
conocerlas no soy especialmente sensible para resarcir la actitud anterior.
Simplemente cambio de parecer y sé que es deplorable. Me queda claro que en
Ciudad de México se encuentra todo, tanto como me queda claro que Guanajuato es
una ciudad demasiado Bohemia, por no decir peor, y en este caso la
herida no llega a cerrarse porque de Guanajuato lo que digo lo digo
conociéndolo. La pauta para esta ocasión era que Tamayo no sé qué y el museo y
sus 'Noches de jazz' que cambiaron su ubicación. Yo no sé, casi nunca he sabido
ni entendido nada. Si supiera y entendiera creo que no escribiría nada nunca.
Para combatir el pesimismo de algunos recuerdos, le sugiero un poco de jazz.
ResponderBorrarhttp://youtu.be/kw6O2mnNOsM
Jamás escuché de Wynton Marsalis antes, pero vaya que diluye el pesimismo. ¿Y qué me dice de él...? http://www.youtube.com/watch?v=WgVC_6_p3Hk
ResponderBorrarDe Peiffer, Don Belianís, le digo que tampoco lo escuché antes, si es que eso importara, y que me ha traído aire fresco y vitalista, y la certeza de que la música puede ser dionísiaca y apolinea sin contradecirse formalmente. Me encantó esta versión de All the things you are.
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