Lo conté a una amiga antenoche, me parece, ahora qué más da confesarlo
al resto del mundo: era tarde y apagué la computadora, los sentidos
naturalmente embotados. Ya sin luz fui a cobijarme. Como lo sospechaba, no
habría pasado un minuto en la cama cuando ya una idea subía a atacarme.
Juro que era brillante. Lo sé. La explicación para una idea brillante
osando trepar por mi almohada a provocarme es que ella viera que no tenía
fuerza para atraparla. Yo no era amenaza, en ningún sentido.
Quise tomar mis providencias y pensé, no te dejes, haz algo que
por la mañana sea una prueba de que este momento ocurrió. Entonces,
acostado como estaba, decidí apuntar con el brazo estirado hacia la cabecera,
el índice tenso hacia una esquina del cuarto, como pidiendo la palabra. Así
estuve algunos segundos, jactándome de mi sistema.
Al día siguiente, por supuesto, recordaba con gran nitidez haber
estirado el brazo hacia el techo. De la idea, ni sus luces.
Magnífico texto, Rodolfo, te felicito. Tiene ese aire de despreocupado análisis de la realidad, que acaba convirtiendo la literatura en vida y viceversa. Divertido, a pesar del insomnio, no son pocas la veces que he me visto asaltado por un bestiario similar del que a la mañana sólo quedan dinosaurios de Monterroso.
ResponderBorrarSalud
Y claro que en esos amaneceres gustaría decir: la idea todavía estaba allí. Pero lo que queda -si algo queda- es más bien el hueco de la idea; consuela en alguna medida poderlo llenar con textos como este. Un saludo, buen amigo.
BorrarYo vi una luz resplandeciendo bajo mi almohada.
ResponderBorrar