febrero 29, 2012

Caleidoscopio [090511]


Pasaba horas con el ojo pegado al caleidoscopio. Con un rasgo no muy desenvuelto pero ya síntoma de obsesiones posteriores, temía que las formas fueran irrepetibles, que mi mano diera un minúsculo giro en falso sin haber antes contemplado en todo su esplendor cada una de las formas. Entonces yo giraba aquel tubo vítreo con suma lentitud, retrocediendo a veces un paso para comprobar si volvía a constituirse la misma formación previa de cristales. Me sorprendía comprobar que no, que eran siempre dibujos distintos. ¿Cuánto tiempo habría de pasar, me preguntaba, para que una sola de las figuras que el azar había dispuesto reposando en algún lado del prisma, volviera a repetirse, a ser vista por alguien en condiciones idénticas…? Y era un ritual a decir verdad bastante agotador; como en la mayoría de los artefactos ópticos, para quienes no somos muy doctos en nada, cerraba un ojo para sumergirme de lleno en las imágenes. Me cansaba lo indecible. El pómulo y el cachete adormecidos por contemplar con tan entregada pasión los vitrales imposibles, cilindro de flores y rosetones morados. Heladísimo.
Sentí una molestia contenida y arenosa en la boca la vez que vi a un adulto agitar el tubo para generar una nueva formación de vidriecitos en vez de girarlo minuciosamente. No podía creer la cantidad infinita de imágenes que se habían perdido para siempre en ese acto violento e insensato. Cosas de niño. Hace poco redescubrí el encanto de este juguete con el caleidoscopio que hay en mi casa. Me sorprendí de pronto agitándolo entre mis manos, como un vulgar adulto.


Saint-Mary-Castle-Giant-Grape, Adolf Wölfli.
Pintura caleidoscópica con lápices de color

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