Pasaba horas con el ojo pegado al caleidoscopio. Con un rasgo no
muy desenvuelto pero ya síntoma de obsesiones posteriores, temía que las formas
fueran irrepetibles, que mi mano diera un minúsculo giro en falso sin
haber antes contemplado en todo su esplendor cada una de las formas.
Entonces yo giraba aquel tubo vítreo con suma lentitud, retrocediendo a veces
un paso para comprobar si volvía a constituirse la misma formación previa de
cristales. Me sorprendía comprobar que no, que eran siempre dibujos distintos.
¿Cuánto tiempo habría de pasar, me preguntaba, para que una sola de las figuras
que el azar había dispuesto reposando en algún lado del prisma, volviera a
repetirse, a ser vista por alguien en condiciones idénticas…? Y era un ritual a
decir verdad bastante agotador; como en la mayoría de los artefactos ópticos,
para quienes no somos muy doctos en nada, cerraba un ojo para sumergirme de
lleno en las imágenes. Me cansaba lo indecible. El pómulo y el cachete
adormecidos por contemplar con tan entregada pasión los vitrales imposibles,
cilindro de flores y rosetones morados. Heladísimo.
Sentí una molestia contenida y arenosa en la
boca la vez que vi a un adulto agitar el tubo para generar una nueva formación
de vidriecitos en vez de girarlo minuciosamente. No podía creer la cantidad
infinita de imágenes que se habían perdido para siempre en ese acto violento e
insensato. Cosas de niño. Hace poco redescubrí el encanto de este juguete con
el caleidoscopio que hay en mi casa. Me sorprendí de pronto agitándolo entre
mis manos, como un vulgar adulto.
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