febrero 27, 2012

Pesadilla Sonora



Sería muy raro soñar con algo que aparezca como extranjero a la mente. En general supongo que todos soñamos con lugares en los que pudimos o no haber estado, con personas que pueden o no corresponder a caras reales, gente conocida y desconocida también. Se mezclan porque de todos modos ya está suficientemente repasado lo enjuiciable de lo real como fuente de imágenes para el inconsciente y somos bien heterodoxos e incrédulos. Y si consideráramos, además, que estamos en pleno salto de episteme, como sugería Foucault, nos debe sorprender menos que los horizontes escópicos de nuestra generación estén tan desordenados.
Es decir; mi abuelo seguro que soñaba con lo que vio, los lugares por los que pasó, la gente a la que en verdad conoció. El campo, el beisbol, las tenerías, Arandas. Y eso era su horizonte y lo era todo. Nosotros, en cambio, podemos entrar en este esquema o soñar con lo que se nos ocurra, pudiendo combinar deliberadamente cosas de internet, de películas, cosas que no son nuestras pero nos acompañan de todos modos porque así es nuestra era: cualquier permutación o amalgama de elementos es válida, las posibilidades se dirían infinitas —contrapuestas a las de nuestros abuelos—, siempre que sepamos lo que implican en la conciencia y sean reconocibles.
Como sea, hay algo a lo que me gustaría llevar todo esto: soñamos lo que ha sido posiblemente visto, así sea un caos. Incluso cuando imaginamos una situación hipotética, seres quiméricos, falacias, aporías… lo prefiguramos todo desde el orden de las cosas que nos son aprehensibles mentalmente. No quiero decir con esto que no podríamos soñar con un unicornio sólo porque los unicornios no existen. Pero vaya que sabemos lo que es un unicornio, independientemente de que sea, tristemente, un ser que por lo visto a los dioses no les pareció pertinente.
Pero pensemos en que hay otras cosas. Daré en llamarlas cosas por decir algo, entes existentes y probablemente perceptibles. Pero hasta ahí. Su comprensión y su completa definición formal nos está vedada porque ciertamente no pertenecen al mundo. Poniéndonos más de historia de terror, propongo la imagen de lo desagradable que podría ser ver una cosa en abstracto. Saber que se la está viendo, pero ante todo percibir la acción de ver como una cosa involuntaria, mecánica, horripilante. El puro acto de ver sin saber qué es aquello en lo que reposa la mirada, tan solo porque aquello que vemos es nada.
Imaginemos ahora oír, oír en abstracto. Diría Heidegger, oímos golpear una puerta, oímos un frasco de vidrio cayendo y haciéndose añicos, pero en definitiva no podemos oír algo que no asociemos a la cosa que suena como eso que suena, a algo que sea susceptible de producir dicho sonido. En todo caso la idea de algo que sonó y no sabemos cómo ni dónde, deviene en suponer un sonido inmaterial, desligado de su posibilidad de pertenecer al mundo y que, me parece, tendría un atributo altamente perturbador de aparecer un día en nuestros sueños.
Hace algunas horas entré a ver El Artista, que para quienes no la han visto, valga decir que les estoy arruinando en este párrafo lo que sea quizá su más bello momento. El personaje, George Valentin, actor de cine mudo, está siendo dolorosamente desplazado por la nueva industria, el cine sonoro. En el punto que me interesa comentar, el actor se ve de pronto en una realidad hostil, que ante todo suena, desmesuradamente, naturalistamente suena. El vaso de vino suena nada menos que a un vaso con vino, su perro ladra como ladraría un perro. Y todo es tan límpido y estridente. Y creo que la escena funciona sobre todo en ese sentido: pone de relieve. Así como alguno podría desesperarse de que le quiten el sonido en una película actual, el sonido llega a esta película como un elemento extraño y horrible, y el código de la película nos hermana en sentir también al sonido con la extrañeza de su protagonista.
Yo de Oriente no sé nada, acaso me regocijo en esa línea maravillosa de algún poema de Borges o de alguien más donde se decía que para la gente de Oriente no existe el concepto de Oriente como nosotros lo permitimos. A ellos qué. Ellos son el Oriente. Y ellos no tendrán esa complicidad de miradas tibias y medianamente homologables que les dedicamos de vez en vez desde Occidente, sobre todo para insinuar y ejemplificar lo que implica el más cabal sentimiento de otredad. ¿Quieres saber quiénes son los otros? Son ellos. Ellos son los diferentes, los podemos aglomerar en el conjunto colectivo Oriente, que ni de chiste se intersecta con el conjunto Occidente.
De nuestra escueta escala cromática de doce tonos a su espectro microtonal, el valor de cada oscilación diversa en su presencia válida y utilizable dentro de la música. No voy a empezar con tonterías de que la música oriental exija una sensibilidad especial, ni mucho menos. Pero la observación que me puedo permitir es que en alguna medida ellos han logrado casi diluirse con los modos y formas de la naturaleza, con las burbujas indistintas del arroyo, con el canto polirrítmico de las aves. Y es en esta medida que me parece que hay un rumbo de exploraciones aurales muy rico y prometedor que en occidente no parece concebible porque somos quién sabe cómo.
No sé por qué hice este inserto, pero creo que es para decir, llanamente, que es la primera vez que se me ocurre postear en tono personal una opinión, y no voy a caer tan pronto en imponer mi gusto como válido ni nada, porque sólo comparto una impresión, íntima, menguante. Y ello es que salí contento de ver El Artista; que soy, en efecto, un nostálgico incorregible del cine al que le dará tristeza su próxima y evidente inmersión en ámbitos más digitales, y que pese a todo, soy alguien que gusta muy poco de estar en un cine, sea por caro o por la más bella indolencia que pueda adoptar. Pero en El Artista rescato ante todo su idea: la idea del triste sendero que el cine trazó desde su sonorización, la encrucijada sustantiva en la que —a mi criterio, al menos—, el cine equivocó del todo su rumbo.
No vamos a ensalzar arbitrariamente el cine mudo, porque no me parece siquiera digno. Lo mudo no implicaba únicamente carencia de diálogos hablados en pantalla, implicaba también una forma distintiva de proceder, de yuxtaponer las imágenes en el montaje. Y vaya si nos quedamos estigmatizados por esos modos. Es todo muy bello a su debido momento, es prudente reconocer lo brillante que pudo ser Dovzhenko haciéndonos oír un disparo mudo, un fusilamiento, con el simple cortar del plano de un pelotón apuntando sus armas al condenado, al plano de un caballo reparando, nervioso, quizá a kilómetros del lugar. El caballo escuchó el disparo, nosotros también, sin duda. Y el mismo ejemplo lo encontramos con el ya de cajón mirada triste + pedazo de pastel = hambre. Todos entendemos y aceptamos ese código.
Pero quedan algunas remanencias pegajosas e innecesarias en el cine de hoy. Y así, por ejemplo, si alguien cae a una alberca, sentiremos la necesidad de cortar para hacerle un plano detalle al cuerpo que flota, boca abajo. ¿Para qué? No es tampoco que vayamos a economizar, ni que seamos devotos del plano secuencia. Es de que reconozcamos que ahí llevamos algo arrastrando, un ornato, un atributo estéril. Ya sabíamos que el cuerpo había caído, y sin embargo nos sentimos haciendo más cinito entre más cortes.
Seguía hablando del Artista, caso distinto al de la alberca o el pastel o el caballo. En El Artista es evidente la técnica contemporánea, que nos recuerda ante todo que vemos una película de nuestros días, por muy calladita que nos la pongan. Y es agradable pensar en que a alguien se le ocurra revalidar el poder de un código constituido exclusivamente (o fundamentalmente, concedo) de imágenes en movimiento, a la vez que se puede anteponer que tampoco se trata de quitar los diálogos en las películas actuales para devolverles un falso estatus de pureza.
Yo sí creo en un cine de naturaleza audiovisual. Creo que el audio lo ha enriquecido enormemente a lo largo de toda su historia. Pero creo también que se ha caído en la torpeza de creer que la posibilidad de sonido supone un rigor naturalista estricto que obliga a que las vacas mujan como vacas, a que los actores pronuncien sus líneas en perfecta sincronía con el movimiento de sus labios, a que el tren llegue en sonido al mismo tiempo que llega en imagen, y que todo sea muy limpio y realista.
Y vaya, ahí es donde yo me haría a un lado para optar por el otro camino, el de línea punteada y mucho más enterregado, pero que es el que corresponde al que se viene trazando paralelamente al cauce principal, y donde se permite la exploración aural en la misma forma en que degustaría un oyente en el bosque los sonidos que ya están ahí, una colección a modo oriental. El mundo ya suena suficientemente bien, tampoco es para saturarlo de música. Hay un aforismo de Bresson que me parece excelente para la ocasión y que no puedo sino traerlo, y que decía algo como reorganizar el sonido, dosificarlo en el silencio.
Me parece genial y nada más. Eso es a mí. Y lo comparto porque me gusta y me gustaría que a alguien más le gustara. Pero todo este embrollo busca medio aterrizar en eso: el sonido vertido del mundo natural tal cual viene, resulta cacofónico y sin ningún interés. De qué te sirve la posibilidad de sonido si no será más que lo mismo. Si el sonido es materia prima, para qué dejarlo tal cual en la obra de la que forma parte. Es de mal gusto, es como dejar una pared desnuda, las varillas expuestas. Por qué no mejor, ya que se tiene esta maravillosa posibilidad de capturar cómo suena el mundo, trabajarlo también como a la imagen, dosificarlo en el silencio. Es una tarea intencionada, una intención poética. Y creo que a todos nos llama más la atención un sonido que fue puesto en función de un sentimiento, en función de la imagen, y no en función de imitar en crudo a la realidad.
Dicen que el cine sonoro inventó el silencio. No es el paradigma de lo mudo lo que nos debe poner concienzudos, sino la monotonía extremada de los procedimientos intransigentes de la industria cinematográfica, la falta de imaginación. Yo no sé si le recomendaría a nadie El Artista, pero creo que, tan muda como es, sugiere un uso refrescante del sonido, que no nos vendría mal recordar, y acaso explorar.
La pieza que pongo al principio la reconocí conmovido en la sala, y me sentí entre orgulloso de identificarla y triste de pensar que ya alguien la usó, como siempre que oigo que música a la que le tengo cariño fue utilizada de una vez y para siempre junto a una imagen, a la que ahora se debe, igual que la imagen se debe a la música. Es de Ginastera, compositor inquietante, maestro de Piazzolla. Me gusta, en especial, permanecer junto a lo que hace el piano, que traza unos arpegios sólo ligeramente disonantes, en el límite de la simple seducción.

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