Ese día me encontré con tres personajes en tres momentos del día. El
primero llegó temprano, cuando estaba yo en el parabús de Superama implicado en
situación inconvenientemente femenina; esto es, escribiendo un mensajito con la
mano derecha, abrazando un regalo llamativamente envuelto de esos del 14 de
febrero en la izquierda. Al momento que lo vi acercarse, observé que la otra
persona que esperaba al camión junto a mí se ponía de pie, ostensiblemente
alterada, para tomar cualquier ruta que la llevara lejos de inmediato, en este
caso la Circuito Exterior, que pasó providencialmente para sacarla de ahí. Me
quedé entonces muy solo, sentado con mis mil trabas para actuar rápido,
mensajito, regalo. Al personaje que en ese punto llegaba a mí se le veía lo
turbio de la infancia en cada mueca. Llevaba un dedo índice profundamente
dilacerado, le colgaba de un pellejito, diría la gente de antaño, sangre espesa
le manaba del corte.
Se acabó —pensé—, fue bueno vivir mientras
duró. Pero equivocaba, el
personaje no estaba ahí para matarme, sino para confiarme la infame historia en
que se vio implicado minutos antes, y que no alcancé a entender del todo por el
frenetismo de las imágenes, pero que en síntesis comportaba una placa de acero
siendo subida a una pickup, y a un segundo personaje sucumbiendo al peso,
dejándola caer toda sobre la mano del que ahora frente a mí. No estaba
asegurado en su trabajo, pinches
perros, ¿verdad? Pinches perros, acerté a decir.
Se fue por donde vino, dejándome claro que
había llegado de lejos únicamente para compartir su pena y casi me sentí
importante.
El segundo era un viejito sedicioso que llegó
envuelto en su propio y confortable torrente de improperios
antigubernamentales. Estaba yo ahora en la parada de por mi casa, afuera del
parque México a las dos de la tarde. Su diálogo era más arenga que otra cosa,
me contagió su sentimiento de conspiración, de inconformidad, casi me dolía
tanto como a él que Fox le hubiera quitado 25 camiones urbanos y me puso en pie
de igualdad en el sentimiento de decisión y responsabilidad que se le adivinaba
en el bigote, ustedes los
jóvenes tienen que impedir
que suban el pasaje a diez pesos. Yo no soy elocuente ni mucho menos, pero
asentía fervientemente a su discurso, incendiario, avasallador.
Vi a mi camión aproximarse. Esto es algo que
suele ser más fuerte que yo: no importa con quién me encuentre, lo único que
importa es entrar en el camión a como dé lugar. Sobre todo porque esta ruta
pasa cada que le parece suficiente, en intervalos que pueden ir de los 20 a los
50 minutos. Por muy implicado y comprometido que me sentía con el discurso de
aquel sabio, detuve al camión, abandoné a mi interlocutor soltando una especie
de último sí, que se haga.
Al tercero lo encontré por la noche, de nuevo
en Superama, un compañero de los días antiguos. Aparentemente ahora organiza
peleas de perros.
Completamente cierto. Últimamente me ha pasado que me encuentro en una parada de camión, hablando con alguien, y poco después, de la nada, pasa el esperado camión y con un "adiós" ya rutinario y frió pero sin ganas de que llegue, aquel ser se retira. Como todas las noches.
ResponderBorrar...rutinario y frío...
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