A veces he visto, lo confieso con
vergüenza, que el tamaño de los párrafos —lejos de la convención de lo que
supone un párrafo en cuanto a unidad argumental, estilística o
didáctica— implica una protección de sí mismo. Digo que con vergüenza porque
me he valido de este recurso innoble y cobarde: el punto clave del contenido
resguardado por la extensión gráfica de los enunciados. Si a continuación yo
pusiera una frase escandalosa como fin de este párrafo todos la notarían, lo
mismo al principio. Mejor hilvanar una idea más, mejor que lo agridulce se
camufle al ecuador del bloque. Todavía estoy haciendo tiempo, apenas llegando
al límite de seguridad. Listo.
Y no es que la idea
no deba notarse [impensable], esta práctica debe ser una cosa pasajera de
timidez y juventud, se entiende que hay prácticas como el aforismo donde esto
sería inconcebible. Pero sí que he llegado a pegar un párrafo con el que le
sigue para cifrar su centro en un continente más amplio. Y no fijándome hasta
parecería que así lo había querido. Es de este modo que los gritos obscenos,
los intentos de polémica, el núcleo de la subversión… todo eso queda a medio
camino entre el sangrado y el punto seguido.
Esta reflexión surge
de ver cómo en distintos ámbitos me he sentido rodeado por muchos de esos lectores que
parece que van jugando al avioncito de párrafo en párrafo, zurciendo
heterodoxos lo que implica un texto y su lectura, despedazando todo lo que el
escritor quiso enhebrar, saltando de esta línea a la otra y de regreso,
como si buscaran algún signo cabal y resumido entre las letras que justificara
la molestia de tener que leer.
No vale hacer un
esfuerzo por ellos, si han de pasar por la vida saltando, mejor que no se
lleven nada de mí.
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En este cuadro de mi amigo Alberto creo ver un equívoco diagrama de flujo de lectura moderna |
Senil oí violines.
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