En la
tarde llama Adrián y me dice: Rodo, por donde yo estoy las nubes se están
moviendo bien extraño.
Salgo y veo que es cierto. No soy meteorólogo. Mencioné por
allá abajo que estoy con nuevo régimen, dejar de comer datos abstractos y/o no
experimentados por un tiempo. Es por eso que me resisto a medio meterme en una jerga sólo para saber de lejos que lo de hoy
eran unos queséyocúmulos. Con eso y todo pude advertir que las nubes de esta tarde no eran de algodón farmacéutico. Eran de algodón de azúcar, en pleno deshilache
además. Todo muy frágil y efímero. Adrián y su llamada son responsables de las imágenes, se los agradezco con las imágenes mismas, qué diablos más.
Algo que me ha inquietado siempre, si bien en una dimensión vital,
es cerciorar tan en primera persona lo que ya otros han dicho: la cámara no
sabe lo que hace, pero lo hace mejor que tú. Escribía Bresson, y discúlpenme el síntoma deplorable de andar citando: Lo que ningún ojo humano es capaz de
atrapar, lo que ningún lápiz, pincel o pluma es capaz de fijar, tu cámara lo
atrapa sin saber qué es y lo fija con la escrupulosa indiferencia de una
máquina... Sé que yo no vi las cosas como acabaron resultando en la cámara. El sol me encandilaba y veía puro humo y cabellos. Yo sólo pude pegar los pedazos.
Pero descubro un detalle interesante en la dinámica de grabar algo
y editarlo el mismo día: la sensación de que el ejercicio acaba siendo idéntico a coleccionar una
piedrita, recoger una hoja a la orilla del camino, guardar algo, conservarlo... Debe ser que acabarlo todo durante el día permite que las imágenes se vuelvan un recuerdo concreto de lo que ha sido hoy, algo que quedará para siempre siendo hoy. Se ha vuelto un objeto. Quedan estos minutos con los colores y la luz que fue. Eso me ha parecido importante siempre.
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