febrero 18, 2021

Los olvidados

El sueño, el deseo, el horror, el delirio y el azar, la porción nocturna de la vida también tienen su parte. Y el peso de la realidad que nos muestra es de tal modo atroz, que acaba por parecernos imposible, insoportable.

Buñuel ha redescubierto esa ambigüedad fundamental: sin la complicidad humana el destino no se cumple y la tragedia es imposible. La fatalidad ostenta la máscara de la libertad; ésta, la del destino.

Las citas son de Octavio Paz. Qué película más triste y devastadora. No puedo añadir nada. Al terminarla tuve que apagar la luz y tirarme en la cama a llorar. (10/10).

febrero 16, 2021

De la pantalla a las páginas


Claro que este título no tiene el menor sentido y por ello mismo lo pongo. El título aceptable sería «de las páginas a la pantalla», aunque nadie se pregunte por qué eso sí es aceptable.
Pensar en el cine como una adaptación infinita de la literatura, del teatro, o incluso de otras películas (en un ciclo de reciclaje tan tenaz que sería la envidia de cualquier ecologista), parece algo perfectamente ordinario en nuestro triste mundo del consumo. A nadie le importa si esto ha sido o podría ser de otro modo.
Pero imaginemos esto: que a partir de mañana la literatura existiera con el solo propósito de transcribir fielmente lo acontecido en nuestras pantallas. El único deseo de calcar, mediante diálogos y descripciones, lo que ocurre en las series y películas de moda.
Estoy seguro que, entonces, el desagrado del público sería bastante más explícito: «¡La literatura no necesita del cine!» ―exclamarían con justa razón quienes saben todo lo que un libro puede ser. «¡Ella sola sabe de qué ocuparse y con cuánta ambición proceder!».
Pues con la misma vehemencia deberían airarse quienes saben todo lo que una película puede ser. Ni los libros están para ser «pre-películas» ni las películas para ser «post-libros». Cada forma artística ha surgido en el momento justo en que la humanidad requería de su invención, y cada una trajo consigo posibilidades únicas de relacionarse con la vida y de volverla poesía. A ello deben su permanencia.
Sería entonces un error pensar que, puesto que en términos históricos y tecnológicos el cinematógrafo es posterior a la pluma, el cine deba ser siempre posterior a la literatura. La cámara llegó, ni más ni menos, en el punto justo de la historia en que el hombre podía al fin preocuparse de su invención. Antes hubo que encender un fuego, cazar mamuts, probar todas las hierbas y vivir para contarlo. Pero el deseo de fijar el tiempo, de impedir que se esfumara, vivía ya dentro de sí.
Es esta la amarga impronta de la ciencia humana: la de una conquista gradual de la vida que, indómita, hiere, quema y corta, aunque también a veces acaricia, con suma y extraña delicadeza.
Sólo cuando el ingenio humano garantizó calor, abrigo y alimento, pudo preocuparse de lo que realmente le interesaba, que era pintar sobre la roca, mirar el cielo y escribir poemas con todo lo que tenía a mano: pigmentos vegetales y minerales primero, una cámara no mucho después.
En esta clase de reflexiones pesa siempre nuestra ilusión del progreso: la falacia de que somos mejores y más avanzados que los hombres y mujeres del pasado. Ciego progreso sería éste: sin rumbo e ignorante de su impagable deuda con la historia.
Cuando alguien dice «progreso», lo que realmente quiere decir es «progreso científico», que es cosa distinta y de la cuál podemos decir un par de cosas: la primera, que es innegable su velocidad y que nos daña y ayuda a partes iguales, más de lo que sabemos reconocer. La segunda: que el ordenamiento de sus hallazgos, por ser parte de una cadena de descubrimientos, sigue una linealidad rígida y consecutiva que es la que nos da esta falsa impresión de que el progreso queda hacia adelante y hacia el futuro.
La historia de un progreso técnico del humano no es entonces, ni de lejos, equivalente a la historia de un progreso en «lo humano». Creer esta mentira ha sido el gran mal de nuestro tiempo: el paisaje habrá cambiado; el agua entubada, el automóvil y la internet habrán suplido la vida en las cuevas, de acuerdo, pero «lo humano» perdura, inalterable a través de lo circunstancial. Y la más grande prueba de que un hombre del paleolítico, Sócrates, tú y yo somos contemporáneos, nos la da el arte: basta leer la Odisea de Homero para reconocer los atributos de hombres y mujeres con pesares y dichas, defectos y virtudes demasiado afines a los nuestros, en una obra que pronto cumplirá los tres milenios de existencia.
No pasa distinto con el cine, ese cine verdadero que es siempre un tajo vivo de vida: el hombre antiguo ya se dolía de lo efímero de su existencia en la Tierra. Se conmovía ya ante la fragilidad de su vida y de su cuerpo ante ese misterio absoluto de la naturaleza, que desde siempre se nos presenta cruel y apática. ¿Qué podía hacer para detener el tiempo, para frenar su propia muerte? En su desesperación y precariedad, muy poco. Excepto pintarlo, pintarse. ¡Pintar el tiempo!
Son los leones, bisontes y ciervos en las cuevas de Chauvet-Pont d’Arc y de Lascaux, con su cantidad imposible de patas y sus contornos múltiples y difusos. Y así como en la Odisea había ya ansia de literatura, en las cuevas oscuras, alumbradas pardamente por una antorcha, había ya ansias de cine, de esta necesidad por ponerle un alto al tiempo: fijarlo, revivirlo, revisarlo a voluntad pintado en la piedra. Conservarlo en una lata redonda y proyectarlo en un muro blanco.
La pintura parietal de nuestros antepasados del paleolítico excede los 40 mil años en todas las dataciones. Y desde entonces el hombre ya era el hombre. Y, por ello, sus pinturas nos son perfectamente comprensibles y conmovedoras.
¿Hacia dónde se dirigen el cine, la literatura y el resto de las artes en esta época tan propensa al vértigo y al vacío? Cómo saberlo. Pero estoy seguro de una cosa: no debemos ambicionar progreso para el arte si dicho «progreso» no será otra cosa que una costra: más sonido, más pantalla, más palomitas, más toboganes y butacas que salten y mojen, más 3D y 4D, y más cuadros por segundo.
Cuando a la tecnología se le pase este berrinche, recordará que el canto y la pintura han permanecido inalteradas por milenios, y que a un espíritu sencillo aún le gusta cantar y que a un niño aún le gusta dibujar. Y entonces sabrá que el verdadero progreso está en mirar, no ya al futuro, sino de nuevo al presente, para dejarse inundar por la existencia y tener algo qué decir. Y después hacia el pasado: no para lamentarse o jactarnos de nuestros logros. Sino para agradecerle, enternecidos, a nuestro hermano de las cavernas.

El texto se publicó originalmente aquí.

enero 04, 2021

Mala sangre

Primera cinta que veo de Leos Carax. Es una golosina híper-estilizada. Su edición y modo de componer las imágenes es verdaderamente deslumbrante. Tan deslumbrante que encandila y distrae.

La frescura, la impresión de total novedad en la realización técnica de la película me sacaron, en más de una ocasión, de lo que ocurría con los personajes. Pronto acepté que sus historias serían secundarias, casi un pretexto.

La trama es una especie de noir, aunque sin la intensidad larvada y pesimista de aquellos.

Pasa que, con este nivel de puesta en escena, es casi imposible no advertir que “estás viendo una película”. De esto a decir que en Mauvais sang hay mucho ruido y pocas nueces, hay buen trecho.

Es cierto que, a nivel dramático, hay muchos elementos inconducentes, y que la intriga nunca parece del todo verosímil ni dispuesta con la satisfactoria redondez de un cuento policíaco. Pero sus aciertos tienen mayor peso, y la redimen. Por ejemplo:

a) El modo en que hablan los personajes: mediante una poesía suave e ininterrumpida que les es natural, y sin la cual la historia perdería toda su calidez.

b) Michel Piccoli, gángster durísimo y amargo que, circunstancialmente, aceptó participar en esta película.

c) Juliette Binoche, Julie Delpy y Denis Lavant, que están jovencitos y llenos de encanto. Con presencias ligeras y trágicas, como de cine mudo.

En cualquier punto que pausara el filme, se producía una foto genial. Pero es importante llamar la atención sobre cómo en estas capturas no podemos advertir

el modo copiosísimo y diáfano en que las lágrimas corren por las mejillas de Juliette Binoche, una verdadera hemofilia de lágrimas;

que este salto al vacío lo sientes en el estómago;

el vértigo en tantas huídas sucesivas;

que Anna le hace llegar una notita a Alex mediante un soplido suave;

que aquí los personajes cantan, sin presagiar tragedia.

Todas estas son cosas que disfrutamos porque ocurren, se mueven, salen, desaparecen, terminan. En otras palabras, las disfrutamos porque no son meras fotografías. Son cine. (7/10).

diciembre 30, 2020

Nadja en París


Lo tengo más claro cada día: mi enamoramiento por el cine se corresponde con la poca oportunidad que he tenido de viajar como quisiera. En el cine encontré un amplificador de experiencias. Una caja de resonancia para todo lo pensado y vivido. Un modo asequible de viajar sin detenerme.


Cuando camino por una ciudad nueva, me llena siempre de gozo percibir cómo el aire trae aromas distintos a cada paso: fritura y vainilla; inciensos y algodón de azúcar; pasto recién regado y adoquines mojados… Es éste el signo de un sitio vivo, de un lugar que vibra sin disimulo. Es quizá una de las cosas que más extraño del exterior: caminar y que el viento venga lleno de todo.


Que el olfato tenga oportunidad de verse despierto y prominente, más en esta civilización basada en una visualidad tan exacerbada y exclusiva, nos sorprende siempre: delata a los lugares en que la gente ha querido encontrarse.


En segundo lugar advertimos sonidos. Música. De cada umbral se extiende un ambiente único: las orejas zozobran en una marejada confusa y hermosa de palomas, globeros, músicos callejeros, tañer de campanas, tintineo de copas y cubiertos… Un París así es el que retrata Rohmer. Quién iba decirlo: un objeto visual donde lo que más vemos no son las imágenes, sino los olores, sabores y sonidos.


Es un cortometraje honesto y luminoso. Lleno de circunstancias identificables para mí. Tiene una belleza austera y fluida. Me hizo sentirme contento, agradecido de vivir. Feliz con la oportunidad de conocer París de la mano de Nadja, incluso cuando, con toda seguridad, ni París ni el mundo son más así. Incluso cuando puede que jamás conozca esta ciudad a través de mi propia mirada.


Me identifiqué con los hallazgos de Nadja. Con sus reflexiones. Con la paz que encuentra al estar a solas en un parque. Me hace pensar sobre la responsabilidad tranquila que tenemos unos con otros. Sobre mi tarea de comunicar calidez, vitalidad, esperanza, a través de lo que he elegido hacer, en mi caso la música. La tarea de dar variedad a la vida de los demás, así como los demás hacen ya, sin saberlo, con la mía. (10/10).

diciembre 28, 2020

Polección corréctica

Klee. Fuego en luna llena

Con fremasiada decuencia me ocurre que las talabras se me prozan en dos cachos antes de begar a la lloca. Esto es motivo para que, a un tismo miempo, me disguste y me engría. Creo que viene que ter con que mi lengua es mastante bás tenta y lorpe que mi cerebro. Sasa, pobretodo, en duplas muy específimas de semantecas. Ahora que lo dusco belideradamente, siento que no me cale un sarajo.

diciembre 26, 2020

Esquizométrico

Entré aquí para ver cuántas telarañas había. Pasó ya tanto tiempo desde lo último que publiqué, (sin contar la tapadera de caries) que la mayoría de los textos me parecen escritos por otro. Dan ganas de modificarlos. Corregirlos. Eliminarlos sin más.
No sé si me enternece lo mal que me llevaría con el que fui, o si oculto para mí la angustia de seguirlo siendo.
Al final dejo todo como está. No sé bien por qué. Asumo que he sido irritante, obtuso, pueril. Y de paso entreveo que dentro de ocho años más, si tal cosa es imaginable con el mundo como va, seguiré siéndolo y seguiré irritándome de tanta pinche madre a la que, sin que pueda evitarlo, debo dar alojamiento frecuente e inopinado atrás de mis ojos, debajo de mi piel.

abril 17, 2020

Jauja

Título original: Jauja
Dirige: Lisandro Alonso
Año: 2014
Historia: Fabián Casas
País: Argentina, Dinamarca, Francia, México, EUA, Alemania, Brasil, Países Bajos
109 minutos. Color. 1.33:1

Fotografía: Timo Salminen
Interpretan: Viggo Mortensen, Ghita Nørby, Viilbjørk Malling Agger, Esteban Bigliardi, Adrián Fondari

Advertencia: si el lector de estas líneas anhela experimentar algo tan extraño, hermoso y vital como para mí resultó ser Jauja, aconsejo ver primero el filme sin leer nada más. Ni en este texto ni en otros.

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Hay películas que deben verse a solas. No están para satisfacer expectativas en una reunión, ni para situarse jactancioso en el centro de una tertulia como el que sabe, o el que entiende.
Hay que verlas solo para entregarse a ellas sin vergüenza. Huir de ellas sin vergüenza. Criticarlas, aburrirse, quedarse dormido sin vergüenza. Pero también, a veces, despertar… En Jauja tuve que entregarme y despertar. No tuve opción. Ni siquiera planeaba quedarme viendo. Di play para ver qué tal pintaba y fue todo. Ya no pude despegarme.


Existe un punto en que la sospecha de estar ante una obra maestra aparece. Es una sensación curiosa y definida porque, sobra decirlo, en el día a día surge con poquísima frecuencia. Pero cuando llega, es inconfundible. Pasa en todas las artes, pero con el cine la sensación es engañosa: aguarda hasta el último instante para confirmarse o romperse.
Sentir maestría en el cine no es lo mismo que sentir maestría ante un cuadro o al transitar por un espacio arquitectónico, donde las sensaciones llegan en bloque: rápidas, simultáneas. Pronto sabes lo que sentiste; pronto sientes lo que supiste. Pronto haces tu digestión íntima de conceptos e intuyes si las imágenes estaban presentidas por tu experiencia.
Con el cine no. El cine está hecho de tiempo y, como tal, debes esperar a que esta porción de tiempo concluya. Sólo experimentamos cine conforme vivimos el tiempo de la película. Entre tanto, todo puede salir bien o salir mal. 
En Jauja sale bien.


Lograr una obra de este nivel es siempre una cuestión muy específica de proporciones. ¿Cuánto de cada cosa? ¿Hasta dónde...? No cualquier artista sabe dónde detenerse, dónde darlo todo. Es la prudencia, ¿verdad? Una virtud olvidada en nuestro triste mundo del consumo.
Lisandro Alonso y su magnífico equipo, entre los que se cuentan el poeta Fabián Casas, el fotógrafo Timo Salminen ―mano derecha de Kaurismäki― y el mismo Viggo Mortensen, como verdadero padrino y protector del proyecto, han sabido dónde y cuánto.
Dije que es una película para verse solo. Es también una película para no recomendarse: después de verla, da miedo que alguien pueda no pensar y sentir lo que pensaste y sentiste.
Es una película para celarse.


Jauja tiene todo lo que yo pido al cine: concisión, misterio inefable, gozo insaciable ante la naturaleza. No llama la atención sobre su hechura: es lo que ocurre dentro del cuadro lo que te tiene con la mirada pegada a la pantalla. Es el tiempo, contenido dentro de estas cuatro fronteras negras del negativo, lo que da a la imagen su magnetismo fatal. El ascetismo, como elección poética, de dejar intacto el misterio, incluso si éste debe ser filtrado a través de cierta técnica para volverse arte. Por su puesto que me vienen a la mente Bresson, Tarkovski, y el mismo Kaurismäki, con quien ya quedó explicada la relación.
Es justamente el cuadro el único énfasis puesto a nivel estilístico. En inglés se llama film gate. No sé cómo se llame en español, pero es el cuadro que encuadra. Lisandro Alonso lo deja, con sus bordes imperfectos y esquinas redondeadas. Me pareció un recuerdo evidentísimo de que, entre nosotros y la trama, media una cámara ―una mirada. La mirada del cineasta, que separa lo que entra al cuadro de lo que queda fuera. No es la vida, entonces, donde las cosas están dadas más allá de toda elección. Pero vaya que entrega una impresión extraordinariamente fiel de la experiencia de la vida.


Pienso que por estos días se requiere cierta valentía para usar el negativo completo, con su proporción más bien cuadrada. Máxime en la marea actual de cine deliberadamente hecho para el consumo donde, a falta de algo que sepa envolver desde dentro de la película, se recurre a formatos panorámicos para, por lo menos, envolver desde el impacto horizontal de una pantalla larguísima.
Jauja te mete en ella. No suelta. Incluso aprieta un poco. ¿Te gustan las serpientes? dice alguien en algún punto del filme. No. No son muy gustadas, ¿verdad?
No es una película “contemplativa”. Es otra cosa. Tampoco es la pulcritud de la fotografía. Ni el ritmo de la edición, ni el sonido, o la presencia quijotesca y desamparada del capitán danés Gunnar Dinesen en tierra hostil. Es más bien la conjunción indisoluble de todo esto. Y más que nada, es la densidad de lo que ocurre dentro del negativo.


Si todo plano fuese un recipiente y el tiempo un líquido, sabríamos entender que el tiempo contenido en un plano de diez segundos pueda durar siempre distinto. Un cineasta hábil sabrá llenar de más tiempo cada una de sus tomas: caso de Jauja.
En cada momento hay algo que ver. Mejor dicho: cada momento está ahí porque necesitamos ver algo de él. Cada instante está tan ligado al plano previo y al posterior como tres notas sucesivas lo estarían en una melodía. Por ello digo que no es una película contemplativa. No son paisajitos bonitos. Es acción y cambio. Es atestiguar la transformación extremadamente gradual del cielo, las rocas y la vegetación. Es la insinuación de una intriga que conduce a ningún lado. El señuelo, el esbozo de una trama vagamente western (para los que van al cine buscando tramas), incluso si al final es una mera treta para pescarnos.


Pero todo está conectado siempre, insisto con mi opinión de que Jauja parece música. En ella encontramos el mismo esquema que podríamos percibir en las dinámicas de una pieza: un gradiente minucioso y delicado que va del piano al mezzopiano. Así también aquí, el gradiente disuelve la estepa insolada en fiordo danés de un modo tan sutil que parecieran tierras vecinas. Son el polvo, las rocas y el sol inclemente volviéndose lodo, líquenes y rocío.
El gradiente está también en la historia de una hija perdida que, de súbito, como en el reverso imposible de un tira de Möbius, se nos vuelve la historia de un padre perdido. ¿Y qué fue todo lo demás, entonces? ¿Un mero recuerdo para una joven que despierta en la alcoba de un castillo?


Todo está dispuesto con una hermosura verdadera: la tierra. Los riachuelos. Las infinitas gamas del verde en la hierba y los matorrales. El azul del cielo surcado de nubes veloces. El rojo de la sangre. El café de un caballo que sea tal vez el caballo más suave y amable que haya visto en una película: dan ganas de acariciarlo y darle de beber.
Y no es una película intelectual y aburrida, donde tengamos que activar una modalidad esnob para sobrevivir. Cada cuadro está vivo y algo dentro de él impulsa a la historia a seguir mutando: de las llanuras secas, casi desérticas, a la humedad brumosa. Del alba al ocaso. De la Patagonia argentina a una pradera escandinava.
Hay un propósito en el tránsito del capitán Dinesen, incluso si hacia los últimos minutos de la película, todo lo que pensábamos sobre su empresa se subvierte. Sufrimos con él en su andar y agotamiento físico. Queremos encontrar lo mismo que él busca. Alguien dice: ¿qué es lo que mantiene a una vida en marcha? Es una pregunta amplia y vaga, por decir lo menos. Pero no es sólo un retazo de diálogo.


La película es esta pregunta.
¿Qué mantiene en marcha al personaje de Viggo? ¿Su hija?
¿Qué nos mantiene en marcha a nosotros, viendo una película difícil con semejante paciencia? ¿La promesa de un final feliz? ¿Ver si pasará algo más? ¿Comprobar si el metraje se arruina o se salva? ¿La profunda belleza de las imágenes?
Y más preguntas: ¿Sabemos a dónde vamos? ¿Cuán lejos? ¿Habrá agua? ¿Pasaremos frío? ¿Nos robarán nuestras herramientas? ¿Nos robarán nuestro transporte? ¿Nos dispararán desde un arbusto? ¿Habrán matado a nuestra hija para cuando lleguemos a ella? No sabemos nada. Sólo caminamos.
Como leí por ahí: manejamos por una carretera oscura, los faros del vehículo por toda fuente de luz. Podemos ver unos cuantos metros por delante del auto y nada más. Es difícil e incómodo, sí. Pero el viaje puede hacerse.


Así como en la vida, en medio de la búsqueda podría aparecer de pronto una señal: una guía en el cielo; un perro lanudo al cual seguir; una brújula reencontrada. ¿Tiene sentido algo de esto? En absoluto. Al menos no un sentido “dramático”. Pues, como en la vida, no hay moraleja, no hay beso al final, el bueno es después ―o a un mismo tiempo― el malo.
¿Qué es más absurdo? Una anciana perdida en un desierto argentino hablando tu idioma escandinavo, o una joven danesa caminando por el bosque en ropa interior. Una porción de la película debe ser un sueño, ¿cierto? ¿Pero cuál? ¿La primera? ¿La segunda? ¿Importa?


Queremos encontrar sentido y eso nos mantiene siguiendo perros. Aceptando agua y ayuda, aunque sea una anciana inquietante la que nos la ofrece. La vida es extraña. Esto se acepta o se rechaza, pero la vida sigue. Y tú sigues en ella, hasta que ya no. Ella sigue, contigo y tu ausencia. Pese a ti y tu ausencia. Y aparecerá extraña e inescrutable mientras exista quien pueda atestiguarlo. (10/10).

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enero 26, 2020

Tarde en la Jesús Gallardo

«Fragmentación», Sebastián Beltrán

1. Meteora
2. The Fly
3. Sumas y restas, es más fácil saber cómo se hace una cosa que hacerla
4. True Stories

1. Meteora fue quizá la más decente entre las exposiciones que ocupaban la galería en esta amalgama rara de cosas contemporáneas, adjetivo con el cual, quizá desde siempre, uno puede salirse con la suya impunemente.
El artista Sebastián Beltrán, originario de Ensenada, Baja California, propone una serie de objetos, si no muy profundos en su concepto, por lo menos sí muy atractivos y bien realizados a nivel plástico. Muy limpios y con una frescura infantil sincera.
No tengo del todo claro lo que sentí ante estos objetos. Creo que algo semejante a cuando camino por un museo tipo Explora: una especie de animosidad aventurera revuelta con convivencia familiar y comida rápida de la cafetería.
Tal vez en eso reside la gracia de esta muestra, en que las piezas están curadas como queriendo parecer una exposición científica, llena de dioramas, gradientes mineralógicos, diagramas… Pero es un engaño. Aquí no hay ciencia y no queda sino sonreír lacónicamente ante tan buena ¿puntada?

Sebastián Beltrán

2. The Fly es un trique inflable inmensamente burdo y empolvado que no esconde ser una mosca muerta ―digo muerta porque está patas arriba― con la que cabe hacerse una pregunta esencial: ¿para qué?
Es decir, no nos queda la menor duda de que zurcir las partes de algo de este tamaño y encima inflarlo, debe ser un proceso complejo y admirable, más cercano a la astronáutica que a otra cosa. Y supongo que, queriéndole encontrar tres pies al gato, es provocativo meter un objeto tan obscenamente innecesario en un cuarto.
¿Pero y qué? Lo obsceno no viene con garantía y además, repito, la mosca estaba demasiado empolvada para su propio bien. La impresión que verdaderamente me dio fue la de una pieza muy reciclada, la de un inflable mugroso y sudado en la fiesta infantil de mi primita, listo para que los niños salten sobre él toda la tarde. ¿Qué más da que sea enorme? ¿Qué más da que se pueda intelectualizar lo que a uno se le antoje?
¿Mencioné al artista? ¿Ah, no? Bueno: una ovación de pie para Florentijn Hofman.

Florentijn Hofman (se fue de espaldas con la ovación)

3. Sumas y restas, es más fácil saber cómo se hace una cosa que hacerla es una muestra del trabajo de Kiko Pérez y Ana Navas, artistas beneficiarios de una residencia artística llamada Charco. Iré al grano: la exposición daba un sentimiento muy agradable si se la consideraba como decoración. Es decir: esta sala de la galería quedaba, sin duda, muy habitable y amena con las obras colgadas en sus muros.

El culebra. Hecho con pielllllleonesa

No sé si será el cansancio el que me hace plantarme tan negativo. Me siento como un crítico viendo la paja en el ojo ajeno, o algo así… Además, es más fácil ―y menos comprometido― escribir sobre una exposición que hacerla, pero ai'andas. A su favor: las piezas estaban perfectamente realizadas. Me gustó el aspecto engañoso que daban algunos de los objetos en relación a la sala: una bidimensionalidad imposible, Daliniana.

En «Sumas y restas»

4. True Stories es una película dirigida por David Byrne, vocalista y compositor de The Talking Heads. ¿Qué puedo decir? Pobre David Byrne. Estoy seguro que ha conocido mejores tratos. No me quedé a ver su película ni lo habría considerado, por el simple hecho de que la calidad de la copia proyectada era mala. Carajo, esto es una galería, ¿qué no? Entre sus misiones seguramente está la de ofrecer calidad. Educar. Buscar excelencia. Formar públicos. ¿Cómo vas a hacer todo esto con una copia mediocre? Para eso ya está YouTube.
Sólo se me ocurre que, si yo tuviese una sala de proyección, para mí sería una obligación infranqueable conseguir la mejor copia disponible. Y desde hace tiempo que True Stories existe en Blu-ray, cortesía de Criterion Collection.
Lo mismo con la curaduría: uno le da oportunidad a los textos pegados en los muros esperando encontrar algo, lo que sea: una idea estimulante, una insinuación poética en torno a las piezas, una pauta de rumbos de reflexión posibles… Pero nada. Sólo encontré ortografía deficiente, traducciones flagrantemente automáticas, indolencia.
Y no me quejo por quejarme: esta galería es un espacio que me ha gustado siempre y que, creo, lo tiene todo para ofrecer algo valioso en un escenario magnífico.
Por algún motivo, recuerdo mucho la exposición con que inauguró la galería. No sé si iría con la escuela, pero sí recuerdo que me encontré con obras que, incluso siendo yo un niño de diez años, me lastimaron con gran franqueza: unos cuadros azulosos de Picasso, y una escena terrible de algo relacionado con el abyectísimo KKK, pintada por Chávez Morado. Una cruz de horcas…
Según se dijo aquel día, estos cuadrazos pertenecían a la colección personal de Jesús Gallardo Carrillo. Pero en fin, que esos días quedaron ya muy lejos.

Chávez Morado

octubre 13, 2019

Maldición egipcia

Nombre de la exposición: Tutankamón: la tumba, el oro y la maldición
Lugar: Parque Guanajuato Bicentenario
Fecha de la visita: domingo 13 de octubre de 2019

Bueno, vamos al grano: esta “cosa” fue una porquería.
Desde la sede debí suponer que vería algo más cercano a un espectáculo de feria ―por sensacionalista y barato― que arte verdadero. Vamos, ya el título debió darme indicios de que convenía guardar distancia: Tutankamón: la tumba, el oro y la maldición (¿?¿?¿?).
Pero ignoré toda intuición y acabé yendo, de cualquier manera.
Digamos alguna cosa sobre la dichosa sede. El Parque Guanajuato Bicentenario: una obra vacía. Un trique puesto en algún lado ahí por la carretera. Un recinto enorme y sin propósito. Una colina donde el viento, el polvo y el sol, se encargan de brindarte un día inolvidable. Y si tienes suerte, puede que hasta una contingencia ambiental auténtica.
El problema de fondo radica en que este sitio no es un parque: no está al interior de una población ni tiene una vegetación demasiado distinta a la de la carretera.
No es un parque, de acuerdo. Pero su identidad verdadera tampoco queda clara: en la entrada parece que llegas a un museo interactivo de ciencias, en la línea de Explora, o algo así. Después te das cuenta que no, que es más bien una especie de Polifórum, donde hay exposiciones multitudinarias e igual puedes comprar tierra para macetas que té orgánico y, lo más importante, cerveza fría y comida chatarra. Digo: ¿por qué no? Hay que integrar a las familias.
Ah: y encima hay “arte y cultura” para completar el combo invencible. Hace falta evadirse y dar un paseíto con los tíos. En este caso, la parte cultural es una exposición de arte egipcio, donde si el 10% de las piezas expuestas tiene realmente algo que ver con Egipto, ya puedes sentir que el precio de entrada y la fila larguísima valieron la pena.
La exposición como tal: el equivalente a deambular por una galería de muebles de esas donde venden lámparas excéntricas, espejos, jarrones vistosos, ilusiones ópticas, rompecabezas, pegatinas fluorescentes, sarcófagos de Tutankamón, platillos voladores… un momento, ¿“sarcófagos de Tutankamón”? Válgame. ¿Sí habré entrado a la exposición, o me equivoqué y entré en una tienda?
Pues nada: de por sí el arte egipcio es un poco abstracto y, para mí, peligrosamente cercano a lo ‘artesanal’, en el sentido de que nunca dio demasiado lugar al individuo. Y encima ver sólo maquetas, reproducciones, dioramas, figurines… No, gracias. Cosas así son absolutamente prescindibles. Mejor me quedo en mi casa y busco fotitos en Internet.

Te invito a desenrollar una momia a las 2:30.
No faltes, cabrón.